Allá afuera

 

Allá afuera hay un hombre que grita mi nombre. Al principio creí que era el eco de algo que estaría soñando, pero resultó ser al revés. Fue el grito de ese hombre el que atravesó la frontera que separa los mundos y se coló en mis sueños desde la realidad. Recién, cuando volvió a gritar, me vino como un flash la imagen de lo que estaba soñando. La maestra de quinto, a la que cometí el error de bautizar «la seño Fruncido», grita una y otra vez mi nombre hasta ridiculizarlo. Esta vez la novedad en mi pesadilla más recurrente es que lo hace con la cadencia y con la voz de un hombre que grita desde la calle.
Cómo iba a saber que el estúpido de Marino iba a creer que Fruncido era el verdadero apellido de la señora. Cómo iba a adivinar que el soplón de Rielo iba a señalarme como el autor intelectual de semejante afrenta. Cómo iba a intuir que aquella mujer podía ser tan rencorosa. Si supiera que todavía la sueño…

Lo primero que imaginé al descubrir que el grito era real fue que podría tratarse del servicio de despertador del hotel. Uno avisa a qué hora quiere que lo despierten y, llegado el momento, un hombre grita desde la calle el nombre del inquilino en cuestión.
Ahí va de nuevo. Grita mi nombre… otra vez mi nombre pero estirando más aun las vocales. A la tercera vez acorta el grito del nombre y le adosa mi apellido poniendo todo el énfasis en la “u”.

Lo del servicio de despertador no lo pensé en serio. Fue una de esas tantas pavadas que se me ocurren, supongo que por pasar tanto tiempo solo, pero la idea me sirvió para descartar algunas posibilidades, si no todas, en la búsqueda del motivo por el que ese hombre grita mi nombre.

No se me ocurre una manera en la que un desconocido haya podido averiguar mi nombre.

En primer lugar, es la primera vez en mi vida que visito este pueblo de no más de doscientos habitantes. No conozco a nadie; nadie me conoce. El verdadero destino de mi viaje es un pueblo cercano, más grande, en el que tenía una reunión programada a primera hora de hoy. La reunión fue postergada —me la pasaron para la tarde—, y me tocó la desdicha de pinchar una goma a trescientos kilómetros de acá. El auto es nuevo, no estaba familiarizado, me lo dieron la semana pasada, y el cambio de la pinchada por el auxilio se demoró más de la cuenta.

Digo que el auto es nuevo porque es nuevo para mí, pero en realidad tiene ochenta y siete mil kilómetros. El dato relevante es que no existe la posibilidad de que alguien sepa que estoy acá por haberlo visto estacionado afuera.

No soy muy amigo de viajar de noche, al punto de organizar todos mis itinerarios de modo de llegar a cada punto de mi recorrido antes de que se esconda el sol y de volver a salir con el día ya amanecido. Tampoco me divierte eso de andar cambiando los planes. Si digo “a las siete y cuarto” es a las siete y cuarto, y cuando me dicen que “a las ocho menos veinte” me aseguro de estar ahí veinte minutos antes de que sean las ocho. Ayer no tuve más remedio: el incidente me había demorado, habían postergado la reunión, estaba muy cansado, y quizá para no romper por completo ninguno de mis dos principios fui flexible con ambos: manejé unos kilómetros con el cielo oscurecido y alteré ligeramente la hoja de ruta al entrar a hacer noche en este pueblo de mala muerte.

En la recepción del hotel no tuve que dar mi nombre ni presentar papeles. El conserje me dio la llave y me dijo que el resto se arregla con el dueño a la mañana, por lo que tampoco es una opción que él le haya dado mi nombre al que grita allá afuera.

En el auto no dejé ninguna documentación que permita identificarme. Toda la documentación está acá conmigo y en las mismas condiciones en la que la dejé antes de acostarme. El documento, las tarjetas de crédito, las de presentación… todo eso sigue en la billetera, que estuvo siempre en el bolsillo de mis pantalones.

Que alguien haya entrado a la habitación mientras dormía, que sin despertarme haya hurgado entre mis pertenencias nada más que para averiguar mi nombre y que haya salido sin dejar un solo rastro, volviendo a dejar la puerta cerrada desde adentro, es una idea tan descabellada que no justifica que malgaste los dos segundos necesarios para refutarla. Igual de exiguas son las probabilidades de que un conocido, también de visita en este pueblo, me haya reconocido anoche, en el trayecto entre el auto y la puerta del hotel, y de que el que estén gritando no sea mi nombre, sino el de otro hombre que se llama igual que yo. No me llamo Juan Pérez. Ni siquiera Gustavo González.

Ahí va de nuevo. “¡Javier…! ¡Jaaavieeer…! ¡Javier Chapadure!”. Mi habitación está en el primer piso; la ventana da a la plaza. Me acerco y veo a un hombre sentado en un banco. No me resulta familiar. De repente se pone de pie y vuelve a gritar mi nombre… mi nombre… mi nombre y mi apellido. Pero no grita en dirección a mi ventana. Le grita a las copas de los árboles, como si se le hubiera extraviado un gato al que hubieran bautizado con mi nombre completo; como si lo buscara entre las palomas. Grita mirando hacia el centro de la plaza, como si pretendiera que su voz reprodujera el dibujo sinuoso del camino. Grita mirando al cielo, se desgañita en la “u” de mi apellido y vuelve a sentarse. Me cuesta creer que algo así esté sucediendo. ¿Debería tener miedo? No lo sé, pero no me asusta en un sentido físico. No temo a lo que pueda pasarme. Me asusta no llegar a comprender. Ahora sé que grita cada siete minutos. Cuando pasan cinco desde el último grito bajo para que grite mientras hablo con el dueño. Mi cálculo es correcto, pero mis expectativas de diálogo son defraudadas por un hombre parco que sólo me dice una cifra. Le entrego el dinero y el documento, aunque no lo haya pedido, para ver cuál es su reacción al descubrir que el nombre coincide con el que gritan afuera. “No hace falta”, dice y me lo devuelve sin siquiera mirarlo.

Hago tiempo esperando que pasen otros siete minutos. Se me hace eterno. Simulo haber perdido algo. Reviso mis bolsillos en busca de la llave del auto o la billetera. Cuando finalmente vuelve a gritar le pregunto “¿y eso?”. “No haga caso”, me dice. “Está loco, pero es inofensivo”.

No me queda claro si la recomendación de no hacer caso es general o si el dueño del hotel sabe que es mi nombre el que están gritando. Pero ¿cómo iba a saber? Salgo. Me quedo afuera. Cruzo a la plaza y paso por delante del hombre que grita. No me presta atención. No me conoce. Definitivamente, yo tampoco lo conozco. Decido olvidar el asunto. Cargo las cosas en el auto. Me subo. Lo pongo en marcha y arranco. Pero a las dos cuadras de no pensar en otra cosa me doy cuenta de que no voy a ser capaz de superarlo. Pienso en acercarme en el auto, bajar la ventanilla y preguntarle, como quien pregunta por una calle o una dirección, pero por alguna razón prefiero enfrentarlo de a pie. Estaciono ahí nomás, donde estoy. Las dos cuadras ya son tres. Camino a su encuentro. A media cuadra de la última esquina escucho el aullido lejano de la “u” de mi apellido. Cruzo la calle, gano la plaza, le hablo de frente, sin saludarlo, justo cuando inclina su torso hacia delante para volver a sentarse.¿Qué quiere?”, le pregunto.
Levanta la cabeza y me mira extrañado.¿Qué quiere?”, le vuelvo a preguntar. “No se haga el distraído. Lleva más de dos horas meta gritar mi nombre. ¿Por qué?”

El hombre, que no había llegado a sentarse, se reincorpora, se me acerca y me dice “En todo caso debería ser yo quien haga la pregunta: ¿Por qué dice usted ser dueño del nombre que grito desde hace cuatro años?”

Dejá tu comentario

Dejá un comentario

Scroll al inicio