Contar hasta circo (INICIO)

 

(ir a audio de la segunda parte)

La despertó la voz amable del locutor que todos los días, a las seis y diez, comenzaba a hablarle. La radio había quedado programada desde antes, cuando todavía tenía sentido levantarse de la cama a una hora determinada, y se había resistido a reprogramarla con el pretexto de que más temprano que tarde las cosas volverían a ser como eran entonces. Hacía tiempo que había dejado de prestarle atención al contenido de las noticias. La tranquilizaba, eso sí, la melodía de esa voz familiar, único contacto humano desde que habían dictado el aislamiento.
De tanto en tanto –un fenómeno cada vez más esporádico– una palabra suelta activaba su interés. Entonces su mente recuperaba las ocho o diez palabras inmediatamente anteriores y, partiendo de ese punto, seguía el hilo de la conversación mientras le resultara atractiva. Llegado el caso, su participación no se limitaba a la de un oyente pasivo. A través de ademanes, gestos y alguna que otra frase dicha por la mitad, su cuerpo entero dialogaba con la voz al otro lado de la radio.
Aquella mañana cinco letras funcionaron como anzuelo.

…por distintas fuentes locales. La situación que atraviesa el afamado circo Galdur, varado en nuestra ciudad por motivos de público conocimiento, ha sido definida como insostenible por el propio responsable de la agrupación itinerante. Están subsistiendo como pueden, viviendo día a día de la solidaridad de los vecinos del barrio, así como de la venta parcial y total de los rodados que les servían como medio de transporte. Sin la certeza de poder garantizar el alimento para su staff de artistas y trabajadores a partir de la próxima semana, impedidos de la posibilidad de trasladarse a otra localidad en la que les permitan ofrecer su espectáculo y con la firme convicción de priorizar la subsistencia humana por sobre la de cualquier otra especie, advierten que de persistir la coyuntura actual no serán capaces de mantener a la cuantiosa y variada fauna que tienen a su cargo…

Como se si tratara de un ejercicio autoimpuesto, pensó como una gracia en la idea de adoptar una cría de león o un cachorro de tigre. Lejos de parecerle graciosa, la ocurrencia terminó de sumirla en un estado de tristeza profunda cuya naturaleza le sería revelada tras varias horas de reflexión incansable. El cese de las fábricas de recuerdos no perecederos, se dijo a modo de conclusión, era la causa de su malestar. La vida en el encierro no le había proporcionado una sola vivencia que pudiera perdurar en el tiempo. Los días, sin excepción, tenían un paso fugaz por su memoria y caían en la fatalidad del olvido como si fueran una única nada; la misma cosa estéril e insignificante.
La escasez del presente potenció la relevancia de los recuerdos ya adquiridos. No podía darse el lujo de perderlos. Para asegurarlos se propuso registrar en las hojas de un cuaderno aquellos que consideraba imprescindibles y esa misma noche, movida por un renovado instinto de conservación, se sentó a escribir. La noticia de la mañana todavía resonaba en su cabeza. Quizá haya sido esa la principal razón por la que decidió comenzar por sus memorias circenses.
Tendría tres o cuatro años la primera vez que tomó conciencia de la existencia de algo llamado “circo”. “Ya vas a ver” había sido la respuesta de su padre a su pedido de mayor información. Estaban de vacaciones en la playa; era la última noche. Ya en la cena había dado señales de cansancio –con la boca embarcada en un mar de bostezos y los párpados a punto de firmar la rendición–, y camino al circo, tras un tímido intento por mantenerla despierta, sus padres comprendieron que lo mejor sería dejarla dormir. Al día siguiente no hubo quejas ni lamentos ni reproches. Al fin y al cabo, ni siquiera sabía qué era aquello que se había perdido.
Unos meses más tarde, desde el asiento trasero del mismo auto, preguntaba cada vez con mayor insistencia si ya habían llegado, si faltaba mucho, si ya estaban ahí. Para ella todavía era un misterio la naturaleza del destino al que se dirigían. “Circo” seguía siendo una palabra imprecisa, pero se había dejado contagiar por el entusiasmo de su prima, que estaba sentada a su lado, que era unos meses más grande, que ya había vivido la experiencia. Abrumado por el interrogatorio, su padre detuvo el auto, se asomó por el hueco entre los dos asientos delanteros y les dijo que si querían saber cuánto faltaba para llegar, deberían contar hasta circo. “Ah, ¡qué fácil!”, exclamó la prima casi en tono de protesta y contaron a la par: “Uno… dos… tres… cuatro… ¡cinco!”. “No. Hasta cinco no”, aclaró el padre. “Deben contar hasta circo. Cinco no. Cirrrrrrco. Con erre de risa, ropa y Rapunzel”, dijo mientras volvía a poner el auto en movimiento. La prima se miró los dedos, los repasó en voz baja e hizo cálculos antes de preguntar: “Pero, tío, ¿después de cuál viene circo?”. “Puede venir después de cualquiera. Es un número mágico. Hay que contar y contar hasta que en algún momento aparece”. Esa noche, con la ayuda de su madre, contaron hasta veintiocho. Antes de que pudieran pronunciar el veintinueve, divisaron a lo lejos el cartel luminoso, la carpa imponente, y la magia se produjo: ambas gritaron “circo”.
Al año siguiente comenzarían a contar ni bien su prima se acomodara en el auto. No había tiempo para perder en saludos u otras formalidades. “Uno… dos… tres…”. Preguntando, cada tanto, qué número venía después de tal, encontraron el circo en el lugar del seiscientos ochenta y cinco.
La vez siguiente se quedó desde la noche anterior en la casa de su prima. El sueño fue un impasse entre un número y otro. Se durmieron contando, despertaron contando, desayunaron contando, jugaron contando, almorzaron contando, volvieron a jugar siempre contando, merendaron contando y después, mientras una se duchaba, la otra se sentaba sobre la tabla del inodoro para seguir contando. En aquella época en la que aún carecían de la noción de infinito quizá hayan sentido angustia ante la posibilidad de que los números se agotaran, de que no hubiera qué decir a partir de una cifra determinada, pero nada las detuvo y encontraron el circo unas pocas decenas luego de haber superado el siete mil quinientos.
En una ocasión la amenaza de un tornado obligó a posponer la función del miércoles por la noche para la tarde del sábado. A diferencia del espectáculo, el conteo no fue puesto en suspenso; continuó en los recreos del colegio, en conversaciones telefónicas, en encuentros forzados por la necesidad de seguir hasta que la magia sucediera. Ese año su padre perdió la paciencia y, cansado de oírlas, les dijo lo que ya sabían; lo que él sabía que ellas sabían, aunque todos hasta ese momento se hubieran hecho los desentendidos: que “circo” no era un número mágico; que no era un número siquiera; que independientemente de si contaran o no lo hicieran llegarían a la función a la misma hora; que por favor pararan, porque no tenía sentido que siguieran. Lo único que consiguió fue que comenzaran a contar en secreto, como si se tratara de una actividad prohibida.
La última vez iniciaron con meses de anticipación, mucho antes de que el circo llegara a la ciudad. Podían pasar horas, días y hasta semanas enteras sin contar, pero siempre retomaban donde habían dejado. A medida que se aproximaba la fecha iban intensificando la tarea: se repartían franjas de números para seguir avanzando cuando no estaban juntas; y cuando estaban en presencia de otros, ya fueran conocidos o extraños, contaban en voz baja. Les bastaba una mirada para saber que la otra estaba pensando en el mismo número, aunque no pudieran escucharse.
“Un millón doscientos setenta y cuatro mil novecientos treinta y cuatro… un millón doscientos setenta y cuatro mil novecientos treinta y cinco… un millón doscientos setenta y cuatro mil novecientos treinta y seis…”. Sentadas en asientos contiguos en la tercera o cuarta fila, con su padre sentado dos filas por detrás, aprovecharon la voz saturada y estridente del presentador para gritar “circo” con todas sus fuerzas, sin temor a ser escuchadas.

¡MUY BUENAS NOCHES, NIÑAS Y NIÑOS; DAMAS Y CABALLEROS; PADRES, HIJOS, NIETOS, ABUELOS! ¡LLEGÓ EL MOMENTO QUE TODOS ESTABAN ESPERANDO. ESTA NOCHE VAN A SER TESTIGOS DE LO INCREÍBLE… DE LO IMPOSIBLE… DE LO INESPERADO…!

Aquella última función se había grabado en su memoria como el más vívido de los recuerdos. Tantos años habían transcurrido y todavía era capaz de recrearla de manera íntegra: el bramido de las motos en “La Esfera de la Muerte”; las bromas de los payasos; los malabaristas, los trapecistas, los equilibristas; el número de magia, el domador de leones… Tenía la impresión de estar sentada ahí mientras escribía.
Lo último que se le ocurrió anotar estaba relacionado con una lectura reciente que creía olvidada. Una novela cuyo título no era capaz de rescatar, en la que el paso de un circo por las distintas localidades diezmaba la población de perros callejeros, que eran capturados para servir de alimento a los leones. La idea le había causado una impresión tan desagradable que –ahora lo recordaba– había abandonado el libro unas páginas más adelante.
La voz amable del locutor la sorprendió en medio de la reseña, cuya escritura también dejaría inconclusa. Aceptó la paradoja de tomar, para irse a dormir, la señal que no mucho tiempo atrás marcaba el comienzo de sus días. Se acostó y se dejó ganar por el sueño. Al menos –pensó antes de suspender la consciencia– el haber hecho algo le hacía sentir que el descanso estaba justificado. En la radio, que seguía encendida aunque ella no la escuchaba, decían que la reclusión general comenzaba a producir efectos insospechados. El aire recuperaba pureza y algunos animales, con timidez, volvían a ocupar las afueras de la ciudad, como si estuvieran de visita en una tierra que creían vedada.

Despertó con la sensación de haber dormido una eternidad y haber soñado en exceso. La penumbra de su habitación y la neblina en la que se extraviaban sus pensamientos le impedían saber si era de tarde o de noche; si seguía siendo el día en el que se había acostado. Se levantó, caminó hasta la ventana y corrió la cortina: el sol estaba oculto detrás de otra cortina, una que no podía correr, hecha de nubes bajas. Sentada frente al cuaderno, se preguntó si tendría sentido completar el escrito que había interrumpido a la mitad. Su respuesta fue contundente: arrancó la hoja y la tiró a la basura. A partir de ese gesto se proponía perfeccionar el carácter selectivo de su memoria: solamente registraría los recuerdos felices, prescindiendo de todo lo demás.
La descripción minuciosa de su primera bicicleta. El listado de asistentes a su primer cumpleaños sin familia: sólo ella y sus amigos pasando la noche en una fiesta de pijamas en su casa; durmiendo sobre colchones, mantas o dentro de bolsas de dormir; algunos en la sala, otros en la cochera. La noche en la que sus tíos y su prima la pasaron a buscar para dar la primera vuelta al perro en el auto nuevo, que les había sido entregado ese mismo día. Volga, la perra de los vecinos que pasaba más tiempo en su casa que en la de sus propios dueños, quienes, en palabras de su padre, todavía tenían el descaro de preguntarles si podían cuidarla cada vez que salían de viaje (“Cómo si no la cuidáramos ya”). Un viaje familiar al sur, en auto, durante las dos semanas de las vacaciones de invierno y una tercera semana en la que faltó a clases. Un viaje al norte, de mochilas, en colectivo y a dedo, con sus amigas del colegio…
Una palabra en la radio la devolvió a la superficie del océano de memorias en cuyas aguas profundas llevaba varias horas buceando. ¿En qué momento se había encendido?

…población y recomienda no circular por la calle de los naranjos, en la que un centenar de monos hambrientos, trepados a la copa de los emblemáticos árboles, descargan la frustración que les produce el sabor amargo de los frutos arrojándolos contra los cristales de los pocos vehículos autorizados…

No pudo evitar sonreír. Comprendía la frustración de los monos de la noticia. La casa en la que habían vivido sus abuelos estaba en esa misma calle y una tarde cualquiera su prima había tenido la idea de improvisar un puesto en la vereda para vender el jugo de aquellas frutas en las que, llamativamente, nadie parecía interesarse. Habían buscado una escalera; habían bajado quince o veinte naranjas; habían extraído todo el jugo que habían podido valiéndose de un rudimentario exprimidor plástico; se habían colocado delante de la puerta de entrada, detrás de una mesa pequeña: sobre la mesa un mantel, sobre el mantel un puñado de vasos, una cubetera y una jarra colmada por la bebida que recién en ese momento se les ocurrió probar. Hubiera querido ser como los monos, tener el valor de arrojar unas cuantas naranjas contra la humanidad de las personas que pasaban y observaban con incredulidad mientras ella escupía y su prima cerraba el ciclo volcando el contenido de la jarra sobre la tierra del mismo naranjo del que habían arrancado las frutas.
De repente era ella la que, transportada por su imaginación, sin perder la sonrisa, viajaba en el interior de un auto que avanzaba lentamente bajo una intensa lluvia de naranjas, a través de una calle sitiada por un ejército de monos. Cada vez que una fruta impactaba sobre el capó, en el techo, contra las puertas; cada vez que una explosión anaranjada imprimía su estampa en los vidrios de las ventanas y el parabrisas, su memoria liberaba una imagen del pasado. ¡PUM! Aquel día en el que, estando de picnic, la mandaron a buscar una bebida al auto y cerró el baúl con la llave adentro. ¡PLAF! La primera noche en su departamento de estudiante, sola por primera vez y a oscuras, metida en la cama y tapada hasta la frente, como si pretendiera combatir la oscuridad aplastante de toda la ciudad comprimiéndola en un hueco debajo de sus sábanas. ¡TUC! Aquella tarde en la que, sentada sobre el cordón de la vereda bajo una lluvia torrencial, luego de haber tocado el timbre con insistencia, esperaba con resignación a que alguien se apiadara y le abriera la puerta. ¿Realmente había llovido o la lluvia era un agregado de su memoria; un símbolo de la tristeza que la embargaba? ¡TUMP! Ese domingo de su infancia en el que, por algún motivo olvidado, o sin más razón que la del propio enojo, se había recluido en su habitación mientras su familia se preparaba para almorzar. El deseo secreto de que notaran su ausencia, la esperanza inconfesa de que algún tío o su abuela fueran a rescatarla y la satisfacción incontenible al oír pasos en el pasillo eran ahogados por el orgullo infantil que la llevaba a negarse, una y otra y otra vez…
Metida en su cama, hizo el ejercicio de taparse hasta la frente y pensó en el sabor amargo del jugo de aquellas naranjas. De no haberlo probado, las vivencias de aquel día hubieran sido condenadas al olvido, o confinadas en el campo difuso en el que una infinidad de sucesos similares se confunden, se entremezclan y se diluyen. Era un rasgo compartido por cada una de las imágenes que la invadieron después: todas ellas remitían a recuerdos felices anclados en su memoria por el peso de un pequeño trago amargo que el paso del tiempo había sabido endulzar.

CONTINÚA ACÁ

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