Espabiló al contacto con el aire fresco: un soplido suave pero persistente. ¿Se había olvidado de cerrar la ventana o la había abierto el mismo viento frío que ahora despeinaba las hojas del quinto cuaderno? La tarea de conservación de sus recuerdos esenciales la había obsesionado, debía reconocerlo, al punto de desentenderse de todo lo demás. Estaba sentada frente a su escritorio sin saber desde cuándo, porque el tiempo, su tiempo, ya no era medible en segundos, minutos, horas, días, semanas, meses y años. Se fraccionaba en letras, sílabas, palabras, renglones, párrafos, páginas y cuadernos.
Todavía extrañada, se puso de pie y caminó hasta la ventana. Tuvo que esforzarse para volver a cerrarla, no porque el viento ofreciera una resistencia desproporcionada, sino porque su brazo se había entumecido de tanto escribir, mientras que los músculos del resto de su cuerpo habían perdido elasticidad, atrofiados como estaban por su manía de permanecer sentada hasta para dormir, si es que acaso dormía.
Cuatro cuadernos y medio después había encontrado el límite. Ya no quedaban recuerdos felices por escribir; dentro de todo lo que era capaz de rescatar, tenía todo lo que consideraba necesario. Comenzaba a experimentar el vacío que sucede a las grandes gestas cuando una palabra en la radio atrajo su atención.
…habría abandonado su automóvil intentando escapar de una estampida de elefantes. El siniestro se encuentra bajo investigación mientras el paciente evoluciona de manera favorable en el área de terapia intensiva del nosocomio local. Hasta el momento se desconoce la procedencia de los animales. Si bien no hay registro de denuncias formales, los testimonios recogidos por este medio evidencian que en la comunidad se ha instalado la sospecha de que…
“Vos también sos un poco elefanta”. La mayor parte de sus recuerdos recurrentes estaban guardados en los cajones de su memoria, siempre disponibles para que los recreara cada vez que así lo quisiera. Había otros –los menos– que la asaltaban de súbito, como si fueran capaces de volver del olvido si alguna situación tocaba la fibra adecuada. La frase de la elefanta pertenecía a este grupo minoritario. Había sido pronunciada por su maestra de tercer grado, que se había detenido delante de su banco mientras ella, distraída, entretenía la mente en otros pensamientos. Como sucedía con la radio, la risa de sus compañeros le había permitido recuperar esas palabras hirientes que de otro modo hubieran pasado desapercibidas.
Dos años más tarde, en una visita guiada al Museo de Ciencias Naturales, una mención a la memoria prodigiosa de los elefantes le había hecho comprender que lo que había percibido como una ofensa desproporcionada, motivada por algún defecto de su fisonomía, había sido, en realidad, un elogio a su capacidad de recordar detalles que el común de las personas olvidaba. De aquellos tiempos conservaba, como secuelas de un complejo superado, el gesto de retraer los labios, la propensión a los peinados que cubrieran sus orejas y la bendita costumbre de sentarse entrelazando las piernas, de modo que sus pies quedaran ocultos debajo del asiento.
Inspirada por la niña que había sido, supuso que había margen para perfeccionar lo ya escrito y se propuso revisar el contenido de los cinco cuadernos; forzar la máquina de su memoria con el único objetivo de agregar detalles y corregir imprecisiones.
Los apellidos de los tres profesores que le habían tomado el último examen; las condiciones climáticas durante el último día en su primer trabajo; las letras de la patente del auto nuevo de sus tíos; el color de los azulejos del baño de la casa de sus abuelos; el chiste que un amigo de sus padres había contado en un asado en el salón del club; el aroma de los jacintos en el patio de la casa de los padres de un amigo de su prima; la orientación del viento en su última visita a la playa; el itinerario, población por población, de cada uno de sus viajes; una nube con forma de dragón la tarde de sábado en la que se había largado a andar en bicicleta; la cuadra que evitaba cada vez que caminaba a la escuela por temor a un perro de dientes angulosos y pelaje oscuro…
Una vez que concluyó el recorrido de sus recuerdos, la embargó una tristeza anacrónica que sin pertenecer a ninguno atravesaba todos los tiempos. La tarea de hurgar en los rincones más recónditos del subconsciente en busca de esa clase de minucias requería un esfuerzo sobrehumano que en su caso se había extendido más allá de lo tolerable y había terminado de soltar los pocos hilos que la ataban al presente. Si sus pies se mantenían pegados a la tierra no era por el temple de su carácter, sino porque la aplastaba la gravedad del vacío que había intentado llenar con detalles superfluos. En ese contexto, sólo una voz disonante –una versión amplificada del canto áspero de los chimangos– podía ser capaz de arrancarla del profundo ensimismamiento en el que se había sumergido. Se puso de pie y caminó hasta la ventana. Afuera amanecía, pero el sol, más que nunca, brillaba por su ausencia. No recordaba cuándo había sido la última vez que lo había visto. Era como si también a él le hubieran prohibido asomarse a la calle. En la vereda, sobre una montaña de basura, el ave más grande que jamás hubiera visto rompía con sus garras las bolsas que, con el correr de los días, habían ido acumulándose, y se valía de su pico puntiagudo para remover los residuos en busca de alimento. De tanto en tanto desplegaba dos alas enormes y, mientras las sacudía, soltaba un alarido espeluznante que cumplía con el cometido de mantener a distancia a otras aves, de especies más pequeñas, que llegaban en gran número, desprendiéndose de bandadas que cubrían parte del cielo, y no tenían más remedio que contentarse con los desechos de los desechos, desparramados en torno a la base de la pila.
Corrió la cortina, volvió a sentarse y, como una autómata, se puso a escribir. Redactó primero una secuencia de gaviotas volando sobre el mar y aterrizando en la arena de la playa. No se detuvo a pensar si se trataba de un recuerdo, de un lugar común, de un producto de su imaginación o del rejunte de diversas experiencias similares. Siguió escribiendo. Describió la sensación de zambullirse en una pileta; del contacto de la piel con el agua; del viento frío contra el cuerpo mojado. Narró episodios de cuando era muy pequeña, de los que no había registro en su memoria, pero que había reconstruido en base a fotos familiares, como aquella de su madre asistiéndola en los primeros pasos o esa otra en la que estaba montada sobre uno de los leones de bronce en la esquina de una plaza. Pasó al papel anécdotas que le habían contado; la interpretación de algún sueño; la trama de una película que no había terminado de ver.
En la radio, para la que ya no tenía oídos, eran cada vez más frecuentes las noticias relacionadas con el avance animal sobre una ciudad desierta. Al ser interrogada por el motivo por el que había salido de su casa, una mujer que había sufrido el acecho de tres pumas salvajes dijo haber oído voces… una voz que le hablaba. El argumento, que en primera instancia fue asumido como una excusa pueril o una torpeza inducida por el estrés postraumático, pronto ganó consideración como un efecto adverso del encierro prolongado, porque en el transcurso de una semana fue replicado por un joven que había trepado a un árbol para ponerse a salvo de una piara de jabalíes, por una niña que había sido escupida por un guanaco, por un adolescente que se había caído de su moto mientras intentaba darle alcance a un grupo de avestruces y por un anciano que juraba haber sido testigo de una pelea feroz entre dos osos pardos.
Tampoco tenía oídos para voces imaginarias. Había leído alguna vez acerca del síndrome de la hoja en blanco: el bloqueo mental que padecen los escritores cuando, sin una razón manifiesta, son incapaces de comenzar a escribir. Creía estar sufriéndolo en carne propia ahora que se enfrentaba a la última hoja del último cuaderno. Su escritura había sido fluida desde el inicio del proceso y estaba convencida de haber resguardado absolutamente todas sus memorias relevantes, pero el peso de saber que lo que anotara ahí sería lo último que conservaría la paralizaba al punto de no ser capaz de sostener la birome, que resbalaba entre sus dedos temblorosos. La sedujo la idea de registrar un resumen pormenorizado del último día de normalidad: la jornada previa al confinamiento. Sin embargo, sus esfuerzos fueron vanos. Ella, que se sentía capaz de recordarlo todo, no tenía ningún tipo de acceso a información tan reciente. Ni siquiera un recorte; un pedacito de aquel día. Volvió a preguntarse cuándo había sido la última vez que había visto el sol. Tampoco estaba en condiciones de recuperar esa respuesta, quizá porque había transcurrido demasiado tiempo desde la última vez que había mirado como si fuera a ser la última vez que miraría. Sus energías se agotaron sin que obtuviera la recompensa deseada y se quedó dormida sobre los renglones vacíos de la página vacía.
Como si de tanto correrse los días hubieran vuelto al punto de partida, la radio se encendió y la despertó. La que le hablaba no era la voz amable del locutor de siempre, sino otra, más estridente, que no le resultaba del todo desconocida.
¡MUY BUENOS DÍAS, NIÑAS Y NIÑOS; DAMAS Y CABALLEROS; PADRES, HIJOS, NIETOS, ABUELOS! ¡FINALMENTE LLEGÓ EL DÍA QUE TODOS ESTÁBAMOS ESPERANDO…!
Se levantó con la sensación de haber sanado de una enfermedad o de haberse quitado un gran peso de encima. En algún momento de la noche se había puesto su ropa de dormir y se había metido en la cama. No tenía conciencia de haberlo hecho; tampoco de haber abierto la ventana, pero ahí estaba, abierta de par en par y atravesada por los rayos de un sol esplendoroso.
¡…SEAN TESTIGOS DE UNA MAÑANA HERMOSA. LA TEMPERATURA, LA HUMEDAD, LA PRESIÓN ATMOSFÉRICA, LA VISIBILIDAD Y LA SENSACIÓN TÉRMICA SON LAS ADECUADAS PARA QUE SALGAN Y LO COMPRUEBEN POR USTEDES MISMOS…!
Sin que sus movimientos se contagiaran de la urgencia que aquella voz transmitía, buscó un abrigo y un par de zapatillas. Bastó con que accionara el picaporte para que el sol empujara la puerta e inundara la casa de una luz blanca y cegadora. Supuso que también el astro habría recuperado la libertad de andar por donde quisiera, y se propuso imitarlo: desplazarse con el mismo ímpetu en la dirección contraria.
¡…SALGAN, SALGAN, SALGAN, QUE LA CIUDAD LOS ESPERA…!
Sin embargo, su cuerpo no estaba en condiciones de soportar esa clase de determinación. Hasta que recuperó la vista, avanzó a tientas, tomándose de las paredes, como si estuviera volviendo a aprender a dar los primeros pasos. Poco a poco fue ganando confianza y, antes de llegar a la esquina, se aventuró a cruzar la calle. En la vereda de enfrente un niño de no más de diez años hacía equilibrio sobre un tapial angosto. Se detuvo en medio de la calle y se restregó los ojos para asegurarse de estar viendo correctamente. Tenía la impresión de que iba a caerse en cualquier momento y, por alguna extraña razón, experimentaba el vértigo, como si fuera ella la que estuviera tambaleándose sobre el filo de aquella pared. A la par de la preocupación, crecía en su interior la necesidad de advertirle, pero temía que sus gritos lo desconcentraran y terminaran provocando aquello que se había propuesto evitar.
El ruido de un motor la arrancó de la escena. Esta vez sí era ella la que estaba en peligro. Dio un salto hacia atrás y evitó de milagro ser arrollada por una moto que acababa de doblar en la esquina. El piloto había completado una acción temeraria: en lugar de frenar –lo que probablemente le hubiera valido una caída–, había decidido acelerar para que el ruido del motor la alertara y así pudiera esquivarlo.
Cuando volvió a mirar hacia el tapial, el niño ya no estaba. O se había descolgado, o había caído hacia el otro lado. Siguió avanzando. En la entrada de una verdulería, parado sobre dos cajones apilados en posición vertical, el verdulero hacía malabares con dos naranjas, un ananá, una palta, una manzana verde y un melón mientras esperaba a que dos borrachos, que discutían airadamente debajo de las frutas voladoras, resolvieran sus diferencias respecto a quién de ellos debía ser atendido con anterioridad. Le causó gracia la idea de que la discusión se hubiera prolongado más de lo que el verdulero hubiera demorado en atenderlos a ambos.
Tras caminar sin rumbo durante varias horas, llegó a una plaza que no conocía, pero que, como todas, parecía estar hecha con los pedazos de otras plazas en las que sí había estado. El mástil y la bandera le recordaban la plaza que había frente a su escuela; el banco en el que acababa de sentarse, a aquellos que había en la que visitaban con su prima cada vez que se escapaban de la casa de sus abuelos; los árboles, a los de otra que atravesaba de camino al trabajo; las palomas, a una en la que en alguna oportunidad se había sentado a estudiar. Se echó hacia atrás y observó las alturas. En todo el cielo celeste había una sola nube extremadamente blanca. Tras estudiarla con detenimiento, se dijo que tenía la forma de un dragón: un dragón de fauces abiertas que se desplazaba imperceptiblemente en dirección al sol, como si se propusiera comérselo de un bocado en cuestión de segundos.
Un crujido a sus espaldas activó los resortes que la levantaron de su asiento. Dio la vuelta al banco y se agachó a recoger la piña que acababa de caer desde la copa del árbol más cercano. Todavía en cuclillas, acarició la tierra seca y levantó la vista. Desde el otro extremo de la plaza, a la misma altura de sus ojos, una mirada profunda y paralizante estremeció hasta la última fibra de su ser. No llegaba a discernir si era ella la que imitaba al león o si era el león quien la imitaba a ella, pero sin quitarse los ojos de encima, lenta y simultáneamente, los dos se pusieron de pie. El león rugió y comenzó a caminar con cautela, acercándose por el frente mientras, en menor medida, se desviaba hacia el costado izquierdo. Ella hizo lo mismo, sin rugir y sin perder la calma. Se movían insinuando un círculo decreciente, como dos bailarines destinados a encontrarse en el centro de cualquier escenario. Una brisa incipiente recreaba para sus oídos el sonido de la playa, levantaba la tierra y aplastaba la melena del animal. No necesitaba elevar la vista al cielo para saber que el sol estaba a punto de ser devorado por un dragón de fauces gigantescas. Era una cuestión de segundos, el sol también lo sabía, y no por eso dejaba de alumbrar.
Cuando finalmente quedaron enfrentados en línea recta, el cielo se oscureció de golpe, la tierra seca los envolvió en un torbellino y el león corrió como lo hacen las bestias que van detrás de su presa. A ella el peligro ya no la intimidaba. Sabía que todo era una cuestión de segundos: segundos que se enlazan y son minutos; minutos que se acumulan y se vuelven horas. Con la sangre en ebullición, sintiéndose más viva que nunca, dio un paso al frente, procuró mantener los ojos bien abiertos y, convencida de que tarde o temprano la magia sucedería, comenzó a contar.
Uno…
Dos…
Tres…
Cuatro…
Pura magia 🌷