Convivientes

 

Exceptuando la salida semanal al supermercado, que contabilizada con cronómetro dura 63 minutos, he pasado las 735 horas de las últimas 5 semanas bajo el mismo cielo raso. Los primeros días fue un placer estar dentro. Del sillón a la cocina, de la cocina a la cama, varios cafés a deshora, el pelo sin control… los pelos sin control; un domingo eterno, larguísimo.
Pero después de las primeras semanas, ¿qué os voy a contar? El tamaño de las ventanas me empezó a resultar demasiado pequeño y no hay texto que pueda evadirme de ese pensamiento inquisidor: “estás secuestrada en tu propia casa”. Al principio, cuando ese pensamiento se trasladó a las muñecas y mis muñecas empezaron a acusar cierta presión, tipo soga o cinta aislante, decidí salir a sacar la basura una vez por día. El viaje al contenedor de los cristales era lo más exótico que hacía por aquellas épocas. Las mascarillas y los guantes deambulando por la avenida hacen muchísimo más fácil la reconciliación con las minúsculas ventanas.
Pero transcurrido el primer mes, el cuerpo empezó a acostumbrarse al secuestro (síndrome de Estocolmo se llama) y empiezo a estar en casa, estando. Estando en serio, con todos los sentidos.
Gracias a eso descubrí que las manchas del techo tienen forma de peces, varios tamaños y colores; incluso, con detenimiento, se puede observar claramente un pez grande devorando una cría. Descubrí, también, que las baldosas del suelo forman un gran cuadrado de 32 por 32 mini cuadrados, pero que si se adhiere el pasillo y el baño, ese cuadrado inicial se transforma en un triángulo equilátero. Una cuestión de perspectiva.
Esta semana me propuse utilizar el sentido del oído. En 3 días me aprendí el recorrido del agua después de que los del quinto aprietan el botón. El sábado, en tiempo récord, calculé cuánto tardó la nevera en silenciarse después de cerrada. Pero lo más interesante llegó el lunes: escuché unas patitas caminar por el techo; más bien, entre el techo exterior y el techo que yo veo (el de los peces). Al principio disimulé, porque les tengo pánico a las ratas, y fingí creer que ese sonido eran, otra vez, las canicas de la hija del vecino. Pero evadirme no sirvió de nada: ahí había más de un ser vivo, con total seguridad.
Intenté redefinir mi imaginario de los roedores con la foto de Mickey y de Ratatouille. Finalmente me decanté por Fievel y me dispuse a documentar día por día, hora por hora, lo que pasaba ahí arriba. Por la mañana los pasos eran enérgicos y de a pares; se dibujaban trayectos cortos. Sobre las 13 ya podían oírse más de 8 parejas en su punto álgido de actividad. Sobre las 14, había descanso… y al cabo de dos horas, otra vez como por la mañana. El sueño era intermitente y siempre había algún rezagado que llegaba sobre las 4 de la madrugada. Me llevé el termo y el mate a la zona donde mejor se escuchaba.
Hasta ayer tenía completos 2 cuadernos. En cada cuaderno podía leerse el número de AGENTE-ROEDOR (1, 2, 3, y así hasta 17), la hora y seguidamente la acción asociada a ese agente. He procurado ir al baño lo menos posible para no perder detalle y me he alimentado a almendras las ultimas 48 horas.
Ayer el sonido habitual cambió. A simple oído, no era la rutina diaria. Los pasos eran más firmes, todos en bloque, y rascaban, rascaban el techo, sin parar, con una constancia digna de admiración. Empecé a preocuparme porque me cayó aserrín en el ojo izquierdo cuando me disponía a acercar la oreja al techo. El aserrín, evidentemente, significaba que el techo podía agujerearse… ¡De hecho, se estaba agujereando!
Fui corriendo hasta la cocina, busqué en Google y aparecieron, por orden alfabético: aniquilador, bombero, cocinero, desinfector, desratizador, exterminador, fumigador, ¡eso! ¡FUMIGADOR! Con un evidente nerviosismo por el ataque inminente de una legión de algo que aún no sabía lo que era, en medio de una pandemia mundial de algo que tampoco sabíamos lo que era, llamé y pedí una visita urgente.
Toribio Sotomayor tocó timbre enfundado en un traje de astronauta. Estaba mejor equipado que los médicos del Gregorio Marañón. Don Toribio era un hombre hippie en los ’60, por ende, ayer llegaba hasta los 70. En el carnet que me enseñó ponía que era el presidente de la OSZ (por sus siglas en inglés: Ardillas Huérfanas de Zaragoza) y no tenía pistola ni manguera ni líquido corrosivo ni nada que dejara entrever que allí habría una exterminación. De su bolso sólo asomaba una flauta y eso confirmó mis peores presagios.
Él tenía un plan trazado, sí, pero su estrategia no preveía el asesinato, la aniquilación o el exterminio de los intrusos, sino su salida a salvo y en orden (primero mujeres y niños) hacia un espacio alternativo. Con aires de científico me explicó que colocaría un tubo de PVC (ese plástico naranja) en el agujero (futuro) de este, mi cielo raso. Ese tubo bajaría por la escalera, atravesando el edificio entero hasta llegar a la puerta de calle. Todo esto al ritmo de la flauta de Don Toribio.
“Las ratillas disfrutarán. Es casi como el tobogán de un parque acuático”, me dijo. Y yo percibí una pizca de sorna en esa frase. Empecé a ponerme nerviosa: “¿y si el tubo se suelta del techo?”, “¿si se rebelan en grupo y rompen el plástico?”, “¿si la música no les gusta y las ratas no avanzan?” “¿Y si Sotomayor me estaba engañando y en realidad planeaba confinarse en mi casa para habitarla con las ratas?” No podía arriesgarme; en unas pocas horas había perdido mi salón, mi objeto de estudio, la razón de mi cuarentena. No estaba dispuesta a seguir perdiendo, no mientras no aprobaran una vacuna que no fuera la de los rusos. Asique, mientras asentía cada comentario del “flautista de Hamelín versión 2020” -quien emocionado comenzaba con la logística del plan-, fui a la habitación, abrí el cajón de mi mesita de luz y saqué el arma. No me pregunten de dónde la saqué, eso lo puedo contar en otra historia. Agarrarla con las dos manos me daba valor. Y así, con valor y sigilo fui a su encuentro. El fumigador hippie empezaba a agrandar el agujero con sus propias manos mientras tarareaba una melodía conocida.
No quise mirarlo, cerré los ojos y disparé. Varias veces. De hecho, debo de haber recargado el tambor porque ayer maté a Don Toribio Sotomayor y a las 17 ratas.
Aún estamos todos en casa.

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6 comentarios en “Convivientes”

  1. Desde la asociación de “Ardillas Huérfanas de Zaragoza” nos acordamos mucho de nuestras curiosas hermanas. La curiosidad no mató al gato que no había, no… mató a nuestros hermosos roedores <3
    PD: hicieron reír por acá a un ratón lector.

  2. Lamentamos la pérdida y esperamos que pueda superar el dolor. Aprovechamos la oportunidad para dejar en claro que El Soplón no se hace responsable de los crímenes cometidos por los personajes de las historias publicadas en la página.
    Saludos.

  3. Muy interesante la iniciativa de los cuentos en cuarentena.
    En cuanto a “Convivientes” me parecio muy bien escrito. Logra despertar y mantener la curiosidad del lector hasta el disparatafo final.

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