Hay personas que se comen las eses; hay personas que se comen las heces, y hay un grupo más reducido, del cual formo parte, de personas que se comen las ces. Durante muchos años me traumó esta caraterística de mi habla a la que siempre preferí ver como un vicio más que como un simple defeto. Me cansé de visitar dotores, verdaderas eminencias de todas las especialidades. Ninguno detetó nada atípico. No hay nada en mi cerebro ni en mi aparato fonador que justifique o ayude a esplicar la anomalía. Es una cuestión de aprendizaje, me dijeron cuando no tuvieron nada más para decirme. Lo que se aprende de muy chico, dicen, nos acompaña por el resto de nuestra vida. En los albores de la esistencia, dicen, se adquieren hábitos que después es muy difícil modificar, y yo aprendí a hablar escuchándola a mi vieja, nada más que a mi vieja, otro miembro ilustre del club de los come ces.
No le guardo rencor. Hacía lo que podía. No debe haber sido fácil enviudar de tan joven, con un pibe chiquito (mi hermano Rubén) y otro recién nacido (yo, el hermano de mi hermano Rubén). Solita, pobre, se tuvo que ocupar de muchas cosas; de todo práticamente, al menos hasta que tuvimos la dicha de que el tío Hétor apareciera en nuestras vidas. Hétor Otavio —parece joda, pero así se llamaba— no era en realidad nuestro tío, pero para mi vieja fue más fácil instarnos a llamarlo tío que esplicarnos que el señor la cortejaba. De paso le marcaba la cancha con la cal indeleble del vínculo familiar.
Se ve que en algún punto de ese tira y afloja hicieron una especie de pato. No me refiero al animal. Digo que hicieron un pato, como un pato de silencio, y sin que el tío Hétor dejara de ser nuestro tío nos fuimos a vivir con él al casco de su estancia, un campo gigantesco de no sé cuántas hetáreas ubicado en las afueras de la ciudad. Todavía recuerdo lo nerviosa que se puso mi vieja cuando nos dio la noticia. “Que acá nadie es perfeto; que el Hétor nos tiene afeto; que nadie merece sufrir los efetos de una vida en soledad”.
Así fue que nos fuimos. Ocupamos una casa antigua, muy amplia y cómoda, en la que Rubén y yo compartíamos una pieza grandísima. Mamá dormía sola (fue una de las condiciones que puso) en otra igual de grande que estaba junto a la nuestra. El tío Hétor, que práticamente vivía con nosotros, pero dormía en su cama de siempre en la casa principal, tenía una vida social muy ativa. Cada fin de semana venía de visita un contingente distinto. Algún amigo de la vida, algún pariente lejano, algún socio de negocios, algún escompañero de alguno de los tantos clubes, agrupaciones y asociaciones de los que había formado parte. Entre todos, mis preferidos eran Miguel y Antonio, una pareja de hombres vinculados con el teatro —uno era produtor y el otro, escenógrafo— que de tanto en tanto caían sin avisar y se quedaban todo el fin de semana. Sospecho que también eran los preferidos del tío Hétor, porque eran los únicos a los que les cedía su casa. Durante su estadía, el tío dormía en nuestra pieza, en mi cama o en la de Rubén, y uno de nosotros se tiraba un colchón en el piso. Yo aprovechaba cualquier escusa para escaparme a la casa de “los artistas” (así les decía mi vieja). En esa época hablaba muy poco, mucho menos ante personas ajenas a mi núcleo familiar. Me avergonzaba el defeto y todavía no tenía suficiente vocabulario para ser efetivo al reemplazar las palabras polémicas por sinónimos que no me dieran problemas con la ce. Quizá me gustaba ir justamente por eso, porque no sentía la necesidad de decir nada. A Antonio le encantaba compartir sus recuerdos y a mí me encantaba oírlo. No me importaba que las historias se repitieran una y otra y otra vez. De su vasto inventario de anédotas, la que recuerdo con mayor afeto es aquella que hablaba acerca del ator delator.
El ator no era un ator propiamente dicho. Era un apuntador; uno de esos tipos que se paran fuera de escena y ayudan a los atores cuando olvidan lo que tienen que decir. Pero no era un apuntador cualquiera. Era, en palabras de Antonio, “el mejor de su especie”. Un sujeto infalible, que jamás llevaba apuntes, porque guardaba en su memoria hasta la última coma de cada obra en la que estuviera cumpliendo su función. No cometía errores, pero estaba muy atento a los que cometieran los demás. Al igual que muchas otras personas que se destacan en su oficio, su caráter obsesivo no hacía concesiones y al finalizar cada función le presentaba al diretor un reporte detallado de las equivocaciones de cada ator. Para él el de atuar era un oficio sencillo, al que definía como un ato reflejo. Era cuestión de aprenderse las líneas y decirlas esatamente como habían sido escritas. Por eso lo esasperaba la más mínima equivocación. Aunque no se atreviera a confesarlo, en el fondo de su ser sentía que si le daban la oportunidad podría tener un mejor desempeño que el mejor de los atores, y en algunos pasajes de las obras que más lo conmovían, movía los labios pronunciando, palabra por palabra, las líneas de los personajes que hubiera querido representar.
Su alcahuetería no se limitaba a lo que sucediera encima de las tablas. Con el correr de los años había ido perfecionando los mecanismos y engrosando la nómina de una red de informantes conformada por mozos de restoranes y confiterías; recepcionistas y personal de limpieza de hoteles y albergues transitorios; patovicas y barmans de boliches bailables; peluqueros, canillitas, tasistas, masajistas… Se decía que tenía ojos y oídos en cada rincón de la ciudad. Así, por medio de la estorsión y el amedrentamiento, había conseguido convertir desprecios y rencores en dádivas y afeto. Sus influencias le habían allanado el camino para llegar a la presidencia del gremio de los apuntadores, cargo para el que sería reeleto indefinidamente hasta su retiro abrupto. Era tan grande el poder que había acumulado, que lo que siempre preguntaban un ator o una atriz antes de firmar un contrato era quién iba a ser el apuntador. Lo demás pasaba a un plano secundario. Y si la respuesta que recibían era la que tanto temían, era tan probable que pidieran un aumento como que rechazaran el papel. En su apogeo, podían ser contadas con los dedos de una mano las figuras que tenían espalda suficiente como para pedir que lo reemplazaran, y dentro de ese grupo seleto eran menos todavía los que se atrevían a hacer uso de la opción.
Contaba Antonio que la primera en rechazarlo fue Susana Giménez. Compartieron temporada en Mar del Plata, ella como primera figura y él como jefe de apuntadores en la obra “Estrellas en el mar”. La diva lo señalaba como el responsable de que Monzón se hubiera enterado del romance que mantenía con Cacho Castaña, y nunca lo perdonó. El dato debe ser incomprobable, pero es revelador de la naturaleza y de la magnitud de la reputación que lo acompañaba.
“En el ambiente de la atuación —decía Antonio— nunca termina bien parado quien siembra más rencores que amistades, por muy talentoso que sea”, y en términos de amistad la cuenta del ator delator arrojaba un déficit escandaloso. Su ocaso se produjo mientras trabajaba en una de esas obras relativamente pequeñas a las que se incorporaba para despuntar el vicio y en las que su trayetoria le permitía esigir, entre otros caprichos, el mejor camarín y una paga mayor que la que percibían los mismos protagonistas. Una noche de sábado, con la sala llena a diez minutos del comienzo de la función y el público sacudiéndose la impaciencia entre vítores y chiflidos, el ator principal dijo estar descompuesto, y a su suplente, en cuya esistencia nadie había reparado hasta ese momento, nadie podía localizarlo. Lo habitual hubiera sido comunicarle al público que, por razones de fuerza mayor, el evento sería reprogramado, pero alguien, al pasar, como si estuviera haciendo una broma o pensara en voz alta, soltó la idea: “el apuntador conoce el testo, ¿por qué no lo reemplaza él?”
El apuntador vio la oportunidad de, finalmente, abandonar las penumbras de las bambalinas y dar el salto a las tablas. El ego y la vanidad no suelen ser buenos consejeros, principalmente porque no dialogan ni con la prudencia ni con la razón. En términos ténicos, su atuación fue perfeta: dijo todo lo que tenía que decir en el momento esato en el que debía decirlo; no se saltó ninguna indicación; no alteró el testo ni en el punto de una i, ni en un punto y coma; no erro ni una palabra. Y lo hizo sin por eso descuidar su tarea de apuntador, cumpliendo con ambas labores en la más correta simultaneidad. Sin embargo, la interpretación dramática, ese valor subjetivo al que jamás le había dado importancia, fue desastrosa. Hablaba como si estuviera leyendo de un papel, sin matices en la voz y con los brazos pegados al cuerpo; como un nene de seis años en un ato del colegio. Ninguna espresión, ningún gesto, nada. Al principio el púbico se lo tomó con humor. Parecía una broma. Pero pronto las risas se transformaron en nervios, los nervios en incredulidad, la incredulidad en fastidio y el fastidio en deserción. Al concluir la función sólo tres espetadores permanecían en sus asientos, y uno de ellos dormía. Los otros dos, sentados en el centro de la última fila, sonreían con un gesto de satisfación al ver consumada su venganza.
A partir de esa noche, despetivamente, comenzaron a referirse a él como “el ator delator”. Nunca supo si la indisposición del protagonista y la ausencia del suplente habían sido atos premeditados o los primeros eslabones de una cadena de hechos desafortunados que habían desembocado en su desgracia personal. Nunca volvió a ser el que era antes de aquella función fatídica. Ni siquiera mientras apuntaba, agazapado detrás de la escena, podía despojarse del estigma de la mala atuación, porque si bien el episodio había tenido lugar en una obra pequeña, el ambiente del teatro también era pequeño; todos se conocían, y las repercusiones de su papelón habían sido tan grandes que la vergüenza lo acompañaría por siempre. Un día cualquiera faltó al trabajo. Nadie preguntó por su ausencia, y nunca nadie volvió a saber de él.
Para levantarme el ánimo cada vez que me notaba deprimido por mis problemas de habla, mi vieja solía recurrir a una frase que decía mi viejo y que también se ajusta a la historia del ator delator. Decía mi vieja que mi viejo decía: “¿Qué sentido tiene perseguir la perfeción? Si son las pequeñas imperfeciones las que hacen que el nuestro sea un mundo perfeto”.