Los días que duró el confinamiento Pipina y su mamá cumplieron como un ritual lo que había nacido como una práctica espontánea. Lo primero que hacían al despertar era ir hasta la ventana, abrirla y asomar la cabeza para entrar en contacto con el afuera. La calidez del sol, la brisa limpia de la mañana, la proyección tenebrosa de las formas de las nubes, la caricia áspera del rocío… De todos los escenarios posibles, el que más disfrutaba era el viento. No lo elegía por encima de las otras variantes. Le gustaba, sobre todo, convivir con la incertidumbre de no saber con qué se encontrarían; era uno, quizá el único, de los pequeños misterios que consentía el encierro, pero cuando al asomar la cabeza sentía que el viento le revolvía el pelo y corría con ímpetu hasta sus pulmones, no podía evitar sonreír. Era el único caso en el que su madre le daba intervención a su padre en el ritual de la ventana. A la pregunta “¡Papá!, ¿de dónde viene el viento?”, el padre respondía chupándose un dedo (Pipina lo imitaba) y, sin levantarse de su silla, con el dedo sostenido en las alturas, improvisaba un versito. “Viento del norte, saltan los resortes”; “Viento del este, se lleva la peste”; “Viento del sur, nos vamos de tour”.
Con el correr de los días la pregunta de su madre fue cobrando en la conciencia de Pipina un significado que por su corta edad no estaba en condiciones de poner en palabras. No le interesaba tanto saber en qué sentido se movía el viento, sino que el que esperaba que su padre desvelara era el sentido esencial, ¿de dónde viene?, ¿cuál es el origen?
Cuando finalmente fueron libres, aquella fue la consigna que guió sus pasos. Cada vez que sentía que esa fuerza invisible comenzaba a soplar, se echaba a correr en la dirección contraria con la esperanza de llegar al punto de partida. Alguna vez su padre tuvo que perseguirla centenares de metros para asegurarse de que pudiera regresar, porque esa manía de correr con el viento pegándole en la cara la enceguecía.
Cuando tuvo edad, comenzó a viajar; siempre en dirección contraria al soplido del viento. No había mapas ni plan de viaje ni itinerario. Sus desplazamientos eran regidos por la espontaneidad del viento, que para ella era único: en todas sus apariciones, una versión distinta de un mismo elemento. Pasó tres meses en una playa caribeña esperando con impaciencia que volviera a soplar; atravesó desiertos y tormentas de arena que cortaban la respiración con la agudeza de vidrios microscópicos; escaló las montañas, atravesó los mares, enfrentó tifones, tornados, huracanes; conoció las ciudades más imponentes del mundo; también las aldeas más recónditas; con la oposición amable de una brisa leve, recorrió la inconmensurable sabana africana.
La fuerza que direccionaba sus desplazamientos la depositaría, varios años más tarde, en un pueblo pequeño cuyos pobladores hablaban una lengua que comprendía. El entramado de las calles le resultó familiar. El viento se enredaba en las esquinas y cambiaba de dirección constantemente, como si quisiera guiarla hacía un punto preciso. Nunca se había sentido tan cerca de encontrar el origen. Una vez más, el viento cambió de dirección. Pipina dobló hacia la izquierda y avanzó con prisa. De pie en la vereda, un hombre entrado en años la veía acercarse a la distancia. Se detuvo ante él, que esbozó una sonrisa nostálgica con la mitad de su boca —conocía ese gesto—, se chupó un dedo y lo elevó al cielo con la intención de determinar el sentido del viento. El nudo en su garganta le impidió entonar su versito improvisado. Pipina lo abrazó. El hombre la abrazó. Entraron.
Dentro de su casa, la sorprendió ver que su madre asomaba la cabeza a través de la ventana abierta. “Se pasa el día ahí”, dijo el padre. Ya no lo hacía para conectar con el afuera. Pensaba en su hija, imaginaba los lugares en los que estaría, fantaseaba con el día en el que regresara. Por un puñado de horas, la felicidad fue completa. Las horas se convirtieron en días; los días, en semanas; las semanas, en meses. Sin embargo, todos sabían que el momento llegaría. Nadie tenía derecho a sorprenderse. Después de despedirse, su madre se arrimó a la ventana. Su padre la acompañó hasta la vereda. “¿Vas a seguir buscando?”, le preguntó. Pipina dijo que no, pero sin hablar, moviendo la cabeza. Esta vez era a ella a quien el nudo en la garganta le impedía pronunciarse. Se chupó un dedo, lo elevó al cielo, sonrió y se marchó en la misma dirección en la que soplaba el viento. Había comprendido que el tiempo de andar contra la corriente en busca de un sentido había terminado; que mejor sería dejarse llevar, como cuando se trasladaba de la cama a la ventana, disfrutando de la incertidumbre de no saber con qué iba a encontrarse y abrazando la convicción de que tarde o temprano el viento la devolvería al punto de partida.
Hermoso texto y lectura. Cerrando los ojos, me voy dejando llevar por el viento…
Muchas gracias, Florencia. De eso se trata, de dejarse llevar. 🙂
Es hermoso este cuento… me emociona mucho, no se porqué será.
Muchas gracias, Ana Inés. Puede ser por diversos motivos, o nada más que porque sí.
🙂
Bellísimo….. te lleva al origen, como la vida….. partimos del viento, recorremos nuestra vida y volvemos a él. Hermoso me encantó!
Muchas gracias! A nosotros nos encanta que te haya encantado.
Saludos!
Muy hermoso!!!
Muchas gracias, Melina.