Mi vida es el cine. Me fascina desde que era muy pequeña. Incluso antes de saber qué era exactamente, y mucho antes de haber tenido la oportunidad de asistir a una sala, el cine propiciaba los mejores momentos.
Mi viejo fue un inmigrante que llegó al país a fines de los ochenta. Vino con lo que tenía puesto y su realidad no fue distinta de lo que se puede imaginar para cualquier extranjero que llegue sin conocer a nadie y sin contar con recursos económicos. No obstante, a base de esfuerzo, pudo salir adelante. Conoció a mamá, se casaron sin hacer una fiesta y decidieron tener un hijo. En un contexto de austeridad, mi hermano y yo fuimos una bendición pero también un problema. La decisión de tener descendencia había sido pensada y repensada. Todo lo que deberían resignar, desde la menor privación hasta el mayor sacrificio, había sido calculado con la meticulosidad propia de quienes están acostumbrados a administrar en la escasez. Lo único que escapó a su previsión fue que fuéramos mellizos.
Nunca pude averiguar si el haberse casado con papá había sido el detonante, pero en esa época mamá estaba distanciada de su familia. Estaban solos, y el hecho de que fuéramos dos, además de duplicar las necesidades, impedía que ella fuera a trabajar en los pocos momentos en los que papá no lo hacía. No pasaron muchos meses desde nuestro nacimiento hasta que debimos mudarnos a una casa más chica en un barrio más humilde.
En un mundo anterior a internet, nosotros no sabíamos lo que era una pantalla. En casa no había televisor y el entretenimiento se reducía a escuchar la radio y jugar en la calle. Mi viejo casi no estaba en casa. Volvía para dormir, y a veces ni siquiera eso. Entre las muchas changas que hacía, los fines de semana (al menos eso nos decía él) trabajaba en el cine. No sería capaz de reproducir la idea que me hacía del cine por aquel entonces, pero mi hermano y yo creíamos que ese trabajo papá lo conservaba no por necesidad, sino por el privilegio de codearse con personajes maravillosos.
Un lunes de cada dos tenía la tarde libre y siempre, sin excepción, volvía a casa con un afiche, lo pegaba en la pared y nos llamaba. “¡Rápido, que ya empieza!”. Mamá ya tenía los pochoclos listos y nos sentábamos los tres a contemplar la imagen mientras mi viejo gesticulaba y se movía de acá para allá contándonos su versión de la película.
Para nosotros Indiana “Jones” (lo pronunciaba así, como se lee) era un verdulero de Floresta; “El Futuro” era un tenedor libre al que un tal “Maicol Fox”, un tipo despistado que había olvidado la ubicación del boliche, quería regresar a toda costa. Me sorprendió que un argumento tan absurdo justificara no sólo una segunda, también una tercera parte, pero era cierto y las tres desfilaron por la pared de casa. Años más tarde, en ocasión de alguno de los aniversarios de su estreno, tuve que abandonar la sala en plena proyección de “La lista de Schindler” porque no pude reprimir el ataque de risa que me provocó el contraste entre la historia real y aquella que nos había contado mi viejo, acerca de un hombre que al llegar al supermercado descubría que había olvidado la lista de compras que le había preparado su esposa.
El último afiche se mantuvo en la pared hasta el último día que vivimos en esa casa, y después me lo llevé conmigo. Me acompaña adonde sea que vaya. La versión de mi viejo de “Lo que el viento se llevó” era una historia triste en la que el padre de una familia de pajaritos era apartado del resto por un viento incontenible. Ni mi hermano ni yo comprendimos en aquel momento el motivo por el que mamá lloraba desconsoladamente. A su manera, papá estaba preparándonos para lo que vendría. Ahora sí imagino la angustia y el temor que aquella mujer habrá sentido al pensar en que se quedaría sola, sin nada y con dos hijos.
No sé cuánto habrá tenido que ver la muerte de papá, pero al poco tiempo mamá se reconcilió con los abuelos. Por unos meses, nos fuimos a vivir con ellos. Mamá consiguió un buen laburo. En la entrevista, se atrevió a poner una única condición: tener libre la tarde de uno de cada dos lunes. Ese día los tres íbamos juntos al cine para honrar la memoria de aquel hombre extraordinario.
Con el correr de los años, vi todas y cada una de las películas de los afiches. Todas menos la última. Nunca quise saber de qué se trataba. Preferí conservar, inalterable, el recuerdo de lo que mi viejo nos contó la última vez que el cine se proyectó en las paredes de nuestra casa de infancia.