No recuerdo cómo me llamo, pero estoy seguro de que mi nombre no es Luis. La memoria más antigua que conservo no tiene más que un par de meses y consiste en haber despertado en esta misma cama, que no es mi cama, con la sensación de no saber dónde estaba. Todavía no lo sé. Aquella mañana las sábanas no me resultaron familiares; la mesa de luz, tampoco. Los cuadros en la pared, el mueble de la esquina, el plasma colgado en la pared, el control remoto, la ropa prolijamente doblada sobre la silla, la silla debajo de la ropa prolijamente doblada… ni siquiera el color de las paredes o el veteado de las maderas del piso fueron reconocibles el primer día que desperté en esta casa que tampoco es mi casa y a la que todavía no sé cómo llegué.
Mi rostro en el espejo (que no es mi espejo) fue la primera cosa que reconocí. Recién entonces supe que seguía siendo yo, aunque no sepa quién soy. Era yo en la ropa de otro. Esa mañana no me lavé los dientes, porque no era capaz de identificar el mío (si es que había uno mío) entre los cinco cepillos que hay adentro del vasito de vidrio, al lado de la jabonera cuyo jabón violáceo tampoco me resultaba ni remotamente familiar. Así hubieran tenido los nombres escritos en el extremo del mango, ¿cómo hubiera sabido que el mío era el que decía “Luis”? Si no me llamo Luis.
Sólo cuando me topé con la escalera tomé consciencia de que la casa tenía dos plantas (por lo menos) y que yo había dormido en la de arriba. Bajé con mucho cuidado. No por miedo a caerme. Los escalones son espaciosos y tienen cinta antideslizante. El mío era un cuidado de intruso, de no querer hacer ruido para no alertar a los dueños de casa. En la sala no había nadie y enfilé hacia la que supuse que era la puerta de calle; la que resultó ser la puerta de la cocina.
Sentados en torno a una mesa rectangular, un hombre, una mujer y dos niños tomaban el desayuno dispuestos de modo tal que ninguno de ellos debía girar completamente para mirar en dirección a la puerta. Me propuse disculparme e intentar explicar lo que todavía no comprendía, pero la mujer se anticipó.
—¿Con qué vas a querer las tostadas, Luisito? —me preguntó mientras agregaba una taza y un platito a la mesa.
Sentí la necesidad de aclarar que no me llamo Luis, pero la naturalidad con la que ella había pronunciado ese diminutivo y el hecho de no tener a mano mi nombre real para ofrecerlo como contrapartida aplacaron mi iniciativa. No recordaba cuándo había sido la última vez que había comido, y al parecer mi estómago tampoco, porque ni bien me senté comenzó a hacer toda clase de sonidos. Me comí ocho tostadas, y cada vez que untaba una nueva el hombre sentado a mi lado repetía el mismo parlamento mientras me daba una, dos y hasta tres palmadas en el hombro.
—¡Luisito, mi primogénito, orgullo de papá José! Tu hermano Cristian pensaba que no ibas a bajar a desayunar. ¡Dale, Carlitos! ¿O querés que se te enfríe el mate? ¡Siempre el más chico tiene que hacer los problemas más grandes! ¿Para esto nos casamos y tuvimos tres hijos, Mabel?
El sentido de todo lo que decían parecía estar supeditado a la información que contenía cada mensaje. En un momento Cristian pidió permiso para ir al baño, “al de arriba —dijo—, que es el que usamos nosotros, los hijos”. ¿Qué justificativo podía tener aquel comentario aparte del de indicarme dónde debía orinar? Carlitos era el único que no participaba de esa burda teatralización. Permanecía en silencio y cabizbajo, con la mirada perdida en el mate cocido que no hubiera debido dejar enfriar.
Con el correr de los días fui habituándome a muchas cosas, pero nunca a que me llamen Luis. Hay algo en la melodía de ese nombre que me impide identificarme. O será que simplemente no me llamo así. Al principio miraba a los demás con desconfianza, porque, sin saber en qué medida, los consideraba a todos ellos responsables de mi situación. Cuando el temor, el enojo, la frustración, el desconcierto y la impotencia dejaron de nublar mi juicio fui capaz de distinguir matices en lo que hasta ese momento veía como una oscura conspiración. Cristian y Carlitos, mis “hermanos” pequeños, están en la misma que yo. A veces los llamo desde atrás, por la espalda, sin que me vean, y sin ponerle énfasis a mi voz, y no reaccionan, al menos no de inmediato, como si ellos tampoco reconocieran el nombre que les fue asignado por imposición. Carlitos ni siquiera lo disimula. Se pasa el día en silencio, cabizbajo y meditabundo, y para lo único que habla es para contarme, cada mañana, sus pesadillas de la noche anterior. Hay una, recurrente, que es la que más lo atormenta: sueña que una mujer con el rostro borroso lo contiene y lo abraza. Está seguro de que la mujer es siempre la misma, porque siempre despierta en el mismo punto, cuando alguien, una voz masculina, la llama por su nombre y ella se levanta y se va. Lo que más lo perturba es no poder recordar ese nombre. A Cristian pareciera que nada de todo esto le afecta, y hace lo imposible por ganarse la aprobación de “mamá”. Es el que siempre está a disposición para poner la mesa, lavar los platos, colgar la ropa, cambiar un foco, pasarle un trapo al piso, tender las camas o dar vuelta los almohadones del sillón. Hace un par de semanas, jugando a las escondidas, estuvimos buscándolo con Carlitos durante media hora. No llegamos a preocuparnos porque es el que mejor se esconde, y tiene una resistencia envidiable para permanecer en su escondite hasta ser encontrado. Pero esta vez estaba metido en un ropero, oculto bajo una pila de ropa, llorando a moco tendido. Antes de que volviera a ser el Cristian al que nada le afecta, le pregunté qué le pasaba y me dijo que extrañaba, pero que no sabía a quién.
“Mamá” Mabel es implacable y tiene una personalidad avasallante. No llego a darme cuenta de si su indolencia es genuina o si finge ser fuerte para transmitirnos seguridad, pero si me permito juzgar por las apariencias, me atrevería a decir que disfruta un poco, y a veces demasiado, del control que ejerce sobre todos los demás. Con Carlitos compartimos un secreto —a Cristian no lo incluimos porque es muy probable que vaya y le cuente—: cada vez que la llamamos hacemos de cuenta que somos tartamudos. Para nosotros el “mamá”, en lugar de identificarla como nuestra madre, es la repetición de la primera sílaba de su nombre. “Ma… Ma… Mabel”.
Con “papá” José tenía mis reservas, debo reconocerlo. Tenía la impresión de que su comportamiento encuadraba perfectamente en el perfil del cómplice silencioso. Que bajo esa apariencia de “todo me resbala” escondía una actitud vigilante. Por alguna razón, tenía la fantasía de que estaba acá para observar y reportar todo lo que hacíamos. Por eso nunca me acerqué demasiado; tampoco permití que él se acercara, aunque dudo de que tuviera intenciones de hacerlo. Hace dos días se despertó de la siesta hecho un loco, eufórico como nunca, gritando “¡Orlando!, ¡Orlando!”. Carlitos estaba conmigo, mirando dibujitos, sentado en los sillones de la sala, mientras Cristian colgaba la ropa con “Ma… Ma… Mabel”. Por un momento me ilusioné con la idea de que iban a llevarnos a Disney. Pero no. “Papá” José bajó las escaleras a toda velocidad. Tenía un bolso en una mano y una campera en la otra; el pelo despeinado, un zapato desatado, el cinturón a medio poner y los botones de su camisa blanca prendidos por la mitad. Antes de irse para siempre, le dio a Carlitos un beso en la frente, se me acercó y, entre susurros, me dijo “¡Orlando! ¡Me llamo Orlando! ¡Lo recordé!”.
Al día siguiente desayunábamos en silencio, con la silla vacía recordándonos la ausencia de “papá”. “Ma… Ma… Mabel” mostraba la indolencia de siempre, y actuaba como si el abandono no la hubiera afectado. Cristian comía sus tostadas como si nada hubiera pasado y Carlitos, por primera vez, tímidamente, se atrevía a darle un sorbo a su mate cocido. No había llegado a encariñarme con el sujeto que se había ido. Por eso me sorprendía que, siendo quien había compartido menos tiempo con él, fuera yo, por lejos, el que se mostraba más afectado por su partida. Los demás actuaban con absoluta naturalidad. Comprendí el motivo cuando escuché que la puerta se abría a mis espaldas. Giré mi torso y vi entrar a un hombre desconcertado, que nos observaba con la misma expresión desorbitada con la que debo haberlos visto yo el primer día que pisé esa cocina. Carlitos bajó la vista y extravió la mirada en el mate cocido, Cristian comenzó a moverse como si tuviera ganas de orinar y Mamá se puso de pie, agregó a la mesa una taza y un platito, inclinó la cabeza hacia un costado y, mirando al desconocido a los ojos, le hizo una pregunta tan predecible como inesperada:
—¿Con qué vas a querer las tostadas, papá José?