Lunes, 16 de marzo. La gente va a trabajar; nadie hace lo que agendó el viernes. Vuelan papeles en las oficinas, comerciantes ensordecen proveedores por teléfono. Los profesores no dan clase, hablan de puerta a puerta y los chicos se duermen en los salones. Los funcionarios entran y salen del palacio municipal mientras algún empleado distraído cobra el alumbrado público. Las colas de los tres cajeros no se distinguen unas de otras, no me lo contaron, yo lo vi, mi balcón da al centro y la jefa me había mandado a casa antes del mediodía.
“Y seguro que esto es por lo que dicen en la radio, nena”, me dijo la señora que vive acá atrás; no tenía idea, siempre salía apurada y hacía unos días que el del kiosco no me traía el diario. Tampoco escuchaba la radio; subía al auto y llegaba en dos minutos al trabajo, la prendía por costumbre, y si alguna vez enganchaba un tema que me gustaba me tenía que quedar esperando que termine.
Algunos negocios volvieron a abrir a las cuatro de la tarde, como siempre. Acá al mediodía cierra todo, no pasea un alma a la hora de la siesta. No tenía cable, era muy caro el servicio, no tenían competencia, así que me asomé a la vereda a ver si alguien sabía por qué tanto revuelo. Lo que sabían en esta cuadra era que escucharon que dijeron que el presidente había dicho que tomarían medidas, que cerrarían las fronteras, que no ingresarían más vuelos al país. ¿Qué iba a pasar acá que éramos dos gatos locos en el medio de la provincia? Me parecía todo tan lejano, tan mundano, tan exagerado, como siempre suenan las noticias en un pueblo en el que pasa la barredora en las calles asfaltadas y el camión regador en las calles de tierra.
Todavía tenía algunos amigos en la Capital, trataba de comunicarme y los que respondían contaban lo mismo que en esta cuadra habían escuchado que dijeron que habían dicho.
El martes me había levantado tarde, día raro, la jefa dijo que cerrábamos la imprenta y que cualquier cosa me avisaba. Dormí hasta el mediodía, así que me dispuse a salir a buscar algo para comer. En el pasillo me volteó un olor ácido y el ruido que venía de la calle: eran la vecina desinfectando la entrada en común y el murmullo de la gente que hacía cola en la farmacia. “Nena ¿adónde vas, escuchaste al intendente?” Jamás había escuchado hablar al intendente, un chico muy capaz. “No se puede salir, decretó el encierro obligatorio, hay restricción horaria de 9 a 14 para circular con causa justificada”. No supe qué responder y me metí adentro, yo que nunca fui muy precavida apenas si tenía alimento para el gato.
Me quedó de aquel entonces cierta aversión a las ventanas. Subí las escaleras corriendo y abrí los postigos de las cuatro ventanas que había en casa: al sur vi a la vecina y su marido cargando bolsas de comida, por el oeste el dueño del bar limpiaba el patio en chancletas, al este escuché nenes jugando… Me abalancé sobre la esperanza norte. La farmacia estaba abierta y la gente seguía haciendo cola. Empecé a sacar cuentas inútiles, era la una y media de la tarde, ¿de dónde traen las bolsas de comida si el supermercado cerró hace una hora? ¿Por qué el dueño del bar no está en el bar? ¿Por qué los chicos no están en la escuela y por qué hacen tanto ruido? ¿Qué hace la farmacia abierta? De repente el aire caliente se me cerró encima, la restricción horaria. Lo supe unos días después, cuando nos acostumbramos a escuchar la sirena de los bomberos cada día a las dos de la tarde para que nos metamos en las casas.
Así fue como nos empezamos a organizar, se atestaban los supermercados, las farmacias, las panaderías, y los cajeros que todavía no dominábamos bien. Vallaron el centro. No había lugar para estacionar. Los kiosqueros cruzaban mesas en las puertas de entrada y con máscaras soldadoras vendían dos atados de cigarrillos por persona y golosinas a mansalva. La gente empuñaba causas: buscaban recetas médicas, retiraban plata del banco, colgaban banderas, se desesperaban por pagar las facturas. Grupos de voluntarios desinfectaban a la gente para entrar a los negocios. Otros sobrevivían. Las diseñadoras de moda que por fin vendían algo, una especie de bozal de tela para respirar adentro. Los gimnasios alquilaban sus aparatos. Los clubes repartían comida a domicilio. Cada día se sumaban más reclamos según las cotidianidades que íbamos perdiendo. “¡Traigan a los estudiantes de la Capital!”, “¡Controlen los sobreprecios!”, “¡Queremos salir a caminar!”, “¡Déjenos salir de la ciudad Señor Intendente!, ¡¿Dónde está el Concejo Deliberante?!”.
El misterioso dueño de un tremendo equipo de sonido ponía el Himno Nacional cada día a las nueve de la noche.
Después de la sirena de los bomberos, los móviles negros del Grupo Apoyo Departamental patrullaban el pueblo sin descanso pidiendo por alto parlante que seamos responsables, solidarios y algo sobre las autoridades sanitarias que no se entendía. A partir de las siete de la tarde circulaban las noticias de los retenes en el megáfono de la Policía Bonaerense, se escuchaba bastante bien si tenías ventana a la calle, salvo cuando se cruzaban la Departamental y la Bonaerense.
Era insoportable, todo. El silencio, la ciudad vacía, el encierro, la incertidumbre. A lo que más le temíamos era a las ocho de la noche. No es que supiéramos bien qué hora era, pero una luz cruzaba los livings y los patios, se metía como fuese adentro de las casas el reflector que giraba trescientos sesenta grados y anunciaba el informe epidemiológico. La voz de Carlos Martinaro, locutor aficionado del canal local, salía de la torre del municipio y entonces: “Situación Epidemiológica cero casos confirmados. Tres casos sospechosos, diecisiete personas con aislamiento preventivo obligatorio por viaje al exterior. Veintitrés residentes aislados tras llegar de lugares de transmisión local. Setenta y dos personas terminaron el asilamiento sin sintomatología”.
Nos quedábamos esperando más noticias, era poco. Estábamos ávidos de información, queríamos saber, algo. Cualquier cosa, así fuera quién le había puesto un barbijo a la estatua del Monumento a las Madres de la Plaza de las Artes. Pero para eso tuvimos que esperar. El gobierno nacional anunciaba nuevas medidas, otras provincias flexibilizaban sus actividades. Acá pasó una eternidad hasta que el chico listo de la intendencia hizo que la cosa volviera a funcionar, desde lejos, de a pocos y con el camión regador. Echaba un olor ácido constante, los muebles, los autos, las plantas, nosotros, todos cubiertos de un polvillo blanco como el que deja la lavandina ordinaria cuando se seca. Se veía, entre hendijas, la ilusión de la prosperidad de largas colas de gente distanciada afuera de los negocios. El exceso de camaradería resabio de la desconexión física. Los rumores cambiaron de color, y nunca dejó de sonar la sirena a las dos de la tarde.
Había conocido a un señor que iba a la imprenta y decía estar escribiendo una novela en la que la humanidad se extinguía y sólo quedaban, acá, los personajes del pueblo. Siempre pienso en él y me pregunto si alguna vez habrá imaginado que iban a robarnos medio día”.
Surrealista!
Quién lo diría 🌷