A Casandra.
“Sigue y sigue bailando alrededor
aunque siempre seamos pocos
los que aún te podamos ver”.
Estoy sola. Tengo puesto un delantal blanco de los que prenden atrás y los pulgares enganchados en los tiradores de la mochila roja, esa que el año anterior había usado Julián y que la tía nos había pasado. Estoy parada delante de la puerta de entrada. La puerta está cerrada. No es el frente de casa. Es, si estoy viendo bien, la casa de los abuelos. Tengo el pelo recogido: una cola alta, un colero rojo, de un rojo más intenso que el de la mochila… Me la contó tantas veces que es como si ya la hubiera visto. “Siempre dejás todo para después”, me decía, y algo de razón tenía. “No se posterga lo que no va a hacerse nunca”, le respondía yo con la ilusión de desalentar tanta insistencia. No había caso. Con el tiempo ese intercambio se convirtió en una contraseña; una introducción para hablar de las fotos. Siempre se las ingeniaba para que termináramos hablando de las benditas fotos.
No me sorprende que fuera ésta la que estaba en el tope de la pila. Atrás dice “Guadalupe. Primer día de clases. Marzo del 72”. Es letra de mamá. “Esa tiene que ser la foto de portada”, me repetía. “El resto las acomodás como a vos mejor te parezca, pero esa tiene que ser la primera”. No. No es casualidad que estuviera en el tope de la pila. Tampoco me parece casual —y esto lo pienso ahora— el no haberme ocupado antes. En algún punto siento que me hablaba como si ya supiera que no iba a estar cuando al fin me dignara a ordenarlas.
Recuerdo alguna vez haberle preguntado por qué no se ocupaba ella. ¡Si hasta había comprado el álbum! No recuerdo cuál fue su respuesta: si dijo algo o se quedó en silencio. Quizá le dolía verlo a papá. O no quería quedarse sin tema de conversación… sin ESE tema de conversación. O temía contrastar las fotos con la imagen que se había hecho de tanto evocarlas; con lo que recordaba haber visto a través de la lente. Si respondió o no, no recuerdo. No recuerdo cuál fue su respuesta.
La siguiente es la del casamiento. En seguida miro atrás, supongo que porque alguna vez fantaseé con la idea de que se hubieran casado de apuro. “Jorge y yo —es letra de mamá—. Recién casados. Abril del 65”. No. No hubo apuro en esa unión, y no se los ve apurados en la foto. Es de noche y están en la plaza, con la iglesia de fondo, a lo lejos, y ellos de pie, uno al lado del otro, con los brazos entrelazados y el auto que los llevaba estacionado ahí nomás. Los dos sonríen. Los dos parecen estar tan tranquilos como enamorados.
En la tercera (la tercera que seleccioné) papá también sonríe. Sonríe como en todas las fotos. Al menos lo hace en todas las que vi hasta ahora. Probablemente, porque en algún punto lo divertiría que mamá le saque fotos. Casi siempre es ella la que saca, y cuando no las saca está en la foto con él. Esta también me la contó mil millones de veces. Podría describirla sin mirarla, con sólo leer la inscripción en el reverso. Está papá en la sala, sentado en un sillón de un cuerpo. Atrás se ve un pedacito de cocina. Me tiene a upa. Soy una beba de meses envuelta en una manta gris. Del otro lado dice “Guadalupe en brazos de Jorge. Septiembre del 66”.
Adivino que para entonces a mamá ya le habría picado el bichito, porque si bien las fotos de mi primer cumpleaños no son muchas, es evidente que responden a una intencionalidad artística. Esta la incluyo, aunque no esté ninguno de nosotros, porque es la que más me gusta. Ni mi padrino ni mi madrina ni Norma ni Luis son conscientes de que están siendo fotografiados. Están los cuatro parados en el centro de la escena, en una ronda inconclusa e imprecisa, charlando despreocupados al aire libre mientras la lente de mamá los captura desde un punto del terreno ligeramente elevado. En el reverso dice “Guadalupe. Primer añito. Luis, Oscar, Alicia y Norma”. Me pregunto en qué momento se habrán alejado; cuándo pasaron de aprovechar cualquier excusa para reunirse a sólo verse las caras cuando los almanaques imponían el encuentro; si fue un distanciamiento paulatino o si dejaron de vernos de un día para el otro. ¿Se habrán mudado? ¿Habrá tenido algo que ver la muerte de papá?
No me canso de mirar esta foto. Me transporta a tiempos felices. Aunque en el momento fuera muy pequeña para ser consciente de esa felicidad, es algo que está en el ambiente, se percibe en el aire, y cada vez que vuelvo a verla descubro algún detalle del que no me había percatado. Como ahora, por ejemplo: en el fondo de la imagen, hacia el extremo izquierdo, con la espalda y la suela de uno de sus zapatos apoyados en el tronco de un árbol, un hombre que usa sombrero y calza unos mocasines marrones cuyo brillo los distingue del marrón más apagado de las hojas caídas, sonríe para la cámara. Es el único de todos los presentes que está mirando en esa dirección, y al hacerlo rompe el hechizo: no sólo devuelve al fotógrafo al centro de la acción, sino que además despoja al observador de la tranquilidad propia de quien espiaba impunemente, con la absoluta certeza de que jamás sería descubierto. Es este último el único sentido en el que su presencia me resulta inquietante. Por lo demás, parece un tipo amable, aunque no sé quién es.
No debí haber ingresado a su dormitorio —al menos no tan pronto—, mucho menos acostarme en su cama. Podría haber dormido en el sillón. Probablemente no me hubiera despertado con este dolor de cabeza insoportable y la sensación de haber soñado cosas horribles. Bueno, quizá el dolor de cabeza sí era inevitable. Fueron demasiadas horas sentada entre penumbras, escudriñando fotografías con un alto nivel de detalle, olor a naftalina y carga emocional. Encontré en el botiquín del baño unos analgésicos a los que no quise mirarles el vencimiento. “A lo sumo cumplirán la función de un placebo”, me dije y tomé dos. Todavía no surten efecto, pero voy a seguir.
La que tengo entre manos es la que mamá solía definir como su foto más lograda. “Cuando la veas te vas a dar cuenta”, me decía, y alguna vez se había visto tentada de hacerla concursar. En el reverso dice “Guadalupe. Clase abierta de Ballet. Noviembre de 1978”. Yo tenía doce años. Tengo un vago recuerdo de aquella sesión de danza. Comenzando desde la izquierda, soy la segunda, y también la segunda más alta, porque nos ordenaban de menor a mayor. Las cuatro vestimos idénticas mallas rosas, medias cancán y zapatitos de media punta blancos; las cuatro tenemos el pelo recogido con el mismo rodete; las cuatro sujetamos la barra con nuestra mano izquierda y extendemos nuestra pierna derecha en el punto más elevado de un Grand Battement. Detrás de la barra, que se extiende de un extremo a otro por uno de los laterales del salón, hay un espejo enorme, que cubre prácticamente la totalidad de aquella pared. La simetría incuestionable de las bailarinas funciona en todos los niveles imaginables y contrasta con la aglomeración del público que ocupa la pared opuesta y, como si se tratara de una pintura, se proyecta en el fondo del espejo, detrás del reflejo inmediato de las bailarinas. Tomada en su conjunto, la imagen alimenta la idea de que sólo es posible sentir admiración por aquello de lo que se carece. Sin embargo, hay en la multitud un gesto que al repetirse socava los cimientos de esta afirmación. En total, son tres los fotógrafos que conviven en la escena. Ubicados en posiciones equidistantes —uno en el centro y uno hacia cada costado—, en el momento en el que uno de ellos tomó la fotografía que tengo entre mis manos, los tres estaban apuntando sus cámaras hacia las bailarinas. Una primera impresión sugiere que cualquiera de los tres podría haberla tomado. Sin embargo, el ángulo y la posición permiten deducir que la acción le pertenece al fotógrafo del centro. Aunque la cámara le cubra el rostro y su cuerpo se oculte detrás de otros espectadores, puedo inferir que ese fotógrafo es mamá. El orgullo que manifestaba al referirse a esta foto me habilita a suponer que el suyo fue un gesto deliberado; que en el instante en el que apretó el gatillo su mente procesaba, vaya uno a saber con qué grados de intuición y consciencia, todo lo que describí. Si fue así, entonces sí, estoy ante su captura más lograda, la que ocuparía la portada del álbum si ella misma no se hubiera expresado en sentido contrario.
La siguiente, en contraste, carece de cualquier elevación artística, pero es única en su especie, y lo es por diversos motivos: en primer lugar, es la última foto en la que salen los cuatro abuelos juntos —Pocho moriría unos días más tarde—; en segundo lugar, es la única foto de mamá embarazada; en tercer lugar, es el único registro de esa cena de año nuevo, y en cuarto lugar, es imposible para mí saber quién la tomó. Como si fuera yo quien hablara desde la panza de mamá, en el reverso se lee “Año nuevo 65/66. Mamá, papá y abuelos”. Algo, no sé qué exactamente, me inclina a sospechar que la leyenda fue incorporada varios años más tarde.
La de papá de pesca es la más reciente de todas las que hay en la caja y es, en consecuencia, la última imagen que tenemos de él. Su sonrisa, demasiado sobria para quien exhibe el enorme pez dorado que acaba de capturar, evidencia que la foto no fue tomada por mamá, que conocía mejor que nadie el mecanismo que activaba sus mejores sonrisas. Aquel fue un viaje exclusivo de amigos, sin esposas ni hijos. La letra del reverso tampoco le pertenece a mamá. “Jorge en la pesca del dorado. ¡Y qué dorado! Corrientes, septiembre del 80”. No hay dudas respecto a la autoría de aquella inscripción. En ese entonces ya estaba enfermo. Nosotras no lo sabíamos, él tampoco lo sabía, pero ya estaba mal.
Lo único que diferencia esta foto del típico cuadro de pesca es la pierna que asoma por detrás de papá. A través de uno de los pocos resquicios que concede su cuerpo henchido por el orgullo y ensanchado por un chaleco salvavidas amarillo, se puede ver un pequeño fragmento de la fisonomía de un hombre que está sentado en la misma embarcación: la terminación de un pantalón de vestir, el tobillo cubierto por una media fina y oscura, y el nacimiento de un zapato marrón; una vestimenta impropia del contexto y de la actividad que estaban realizando.
Anoche dormí en el sillón. En realidad, me quedé dormida mientras, con el material desplegado sobre la mesa ratona, clasificaba lo que todavía falta. Ahora me duelen el cuello, la cintura, la espalda, pero la cabeza no. Creo que volví a soñar, aunque todo se mezcla y me es difícil distinguir en la memoria las imágenes inspiradas por los sueños de aquellas que provienen de las fotos o se desprenden de algún recuerdo.
Hoy, antes de retomar, caminé hasta la mesa. Quería repasar lo que llevaba hecho. Volví las páginas una a una desde donde había dejado y me detuve, incrédula, en la foto de la clase abierta de ballet. Instintivamente, raspé con la uña del pulgar. No podía creer que estuviera manchada. Tengo varias hipótesis: la primera, que la foto siempre estuvo manchada, pero que el defecto se vuelve visible a esta hora por el mayor caudal de luz que se filtra a través de los postigos; la segunda, que alguna condición especial vuelve esta fotografía más vulnerable al contacto con el aire de afuera de la caja o al pegamento con el que las estoy fijando; la tercera, que lo que está manchado no es la foto, sino el espejo del salón de danzas. Digo el espejo y no la pared porque la mancha se ubica en el punto exacto en el que el cristal refleja el único espacio libre de espectadores: el vano de la puerta que da acceso al lugar. Si esta última, la tercera hipótesis fuera la correcta, la mancha podría estar tanto en la superficie del espejo como flotando en el aire en la zona del umbral.
Sin duda, la época que abarca los años del 74 al 78 es la más prolífica en la actividad fotográfica de mamá. Cada evento, cada viaje, cada encuentro, cada fiesta familiar reúne un sinnúmero de fotografías. Y no sólo las fotos por evento se multiplican en relación a años anteriores, sino que también la cantidad de eventos fotografiados crece exponencialmente en este lustro. No es por mandarme la parte, pero mi experiencia armando rompecabezas de hasta quince mil piezas y los últimos tres días de mirar fotografías como único pasatiempo válido me han permitido evolucionar a tal punto mi destreza para la clasificación, que soy capaz de identificar y agrupar las fotos correspondientes a un mismo día sin necesidad de leer el reverso. La luz, el brillo, el efecto del paso de los años sobre el papel, la lente utilizada, la variación imperceptible en el concepto de quien hace la toma, son todos factores que componen el genoma de cada fotografía y que permitirán a un ojo avezado reponer las dimensiones del tiempo y el espacio. Tras varias horas de trabajo incansable, sólo me quedan dudas en relación a tres.
La primera es una de las pocas en las que mamá aparece. Esta sola en medio de un bosquecito, con su cámara en mano, intentando captar algún pájaro en la cima de un árbol. Miro el reverso. Es Córdoba, año 78.
La segunda corresponde a un fogón en la playa. No es mucho lo que se ve. Es de noche, está papá de espaldas, sentado sobre un tronco volteado, yo sentada en su falda, el fuego anaranjado y más allá la espuma que dibuja pequeñas rayas blancas sobre un mar invisible. La Lucila, año 74.
En la tercera y última estoy yo, parada sobre un cantero elevado, sujetando una pala delante de un ventanal sobre el que reluce un cartel con mi nombre, “Guadalupe”. Es la típica foto que se saca quien, estando de vacaciones, encuentra un hotel, un restorán o un negocio con su nombre. En el reflejo del ventanal se ve que es papá quien desde la vereda está tomando la fotografía. Era a él a quien lo divertían esa clase de hallazgos. Parada junto a él está mamá, presumo que con la expresión de impaciencia y de pocos amigos que sus gestos solían configurar cada vez que papá le sacaba la cámara motivado por alguna de sus ocurrencias. Al otro lado de papá, un poco más retrasado, se ve el reflejo de un hombre que nos observa. Sonríe; tiene puesto un sombrero. Es Villa Gesell; el año: 1977.
El hombre del sombrero me resulta extrañamente familiar. Busco y repaso las fotos de ese viaje. Para mi sorpresa, aparece en varias. No en todas, no en muchas, pero sí en las suficientes como para desestimar la idea de un fenómeno casual. Siempre sonríe, a veces no lleva puesto el sombrero, siempre viste la misma ropa. Me pregunto si papá y mamá estarían siendo vigilados, pero me cuesta dar crédito a esa posibilidad. No eran tiempos en los que uno pudiera confiarse, pero por qué los vigilarían, si nunca se habían metido con nada ni con nadie. ¿Entonces?
Repaso las fotos de otros viajes, de reuniones familiares, del bautismo de mi primo Octavio, de alguna Navidad. El fenómeno se repite en al menos una foto de cada una de las series. Es un misterio que se reproduce en capturas en las que estaba segura de no haber visto nada extraño. El sujeto en cuestión viste siempre la misma ropa, aparenta la misma edad, luce siempre la misma sonrisa y ocupa siempre un lugar secundario… La situación comienza a angustiarme. Me desespera. Algo me dice que debo regresar al álbum. Me apresuro. Por puro azar lo abro en la página de la foto de mi primer año, aquella en la que un hombre de sombrero sonríe para la cámara desde un árbol lejano. No estoy en condiciones de afirmarlo, porque en ninguna de sus apariciones se percibe el detalle de su fisonomía, pero estoy convencida de que se trata del mismo tipejo. ¿Quién carajo es? De repente comprendo, y sigue teniendo sentido cuando lo pongo en palabras, que sus ojos no se fijan en la cámara; me están mirando a mí. Un violento escalofrío recorre mi cuerpo. Bajo la vista. Reparo en sus relucientes zapatitos marrones. Salteo las páginas hasta la foto del barco. Es él, es el mismo calzado, es la misma persona, es su pierna la que asoma detrás del cuerpo de papá. Lloro, pero la angustia en mi garganta es un torrente contenido y mis lágrimas son apenas una lluvia de estación. Tengo un mal presentimiento, una sensación horrible que me acompaña mientras busco la foto de la clase de ballet. Siento el mareo, sin náuseas, y tengo que apoyar las palmas de las manos sobre la mesa para mantenerme en pie. Lo que ayer era nada; lo que esta mañana era una mancha difusa en el espejo, ha ido ganando consistencia y nitidez hasta adoptar la forma de un contorno humano, como si fuera un hombre que acaba de llegar y observa desde la puerta a una de las bailarinas. Entonces sí, el torrente que oprimía mi garganta se desata y nadando en un mar de lágrimas regreso las páginas como si pretendiera volver el tiempo atrás. Al inclinar la página de la foto en la que papá tiene una beba en brazos, la luz juega un efecto extraño sobre el papel y creo percibir una sombra que, dentro de aquella imagen, recorre la sala y atraviesa la cocina. Doy vuelta la última página a toda velocidad. Lo hago con la sensación de estar corriendo para acudir al rescate de la niña de la portada; para advertirle, para decirle que ella también corra, que se escape, ¡que grite, que se vaya, que pida ayuda, que no se deje engañar! Pero es tarde, es demasiado tarde cuando llego.
La niña de la primera foto sigue usando un delantal blanco de los que prenden atrás; sus pulgares siguen enganchados en los tiradores de la mochila roja que le había pasado su tía luego de que su primo la descartara; la puerta, que permanece cerrada a sus espaldas, sigue siendo la del frente de la casa de sus abuelos… pero todas las similitudes son relativizadas y absorbidas por una única variación que hará que nada vuelva a ser igual: ya no está sola. De pie detrás de ella, el hombre del sombrero la sujeta por los hombros y sonríe. Sonríe con los ojos clavados en la lente de la cámara y con la oscura convicción de quien sabe que nunca será descubierto.