Roxímoron

Roxana siempre fue una mina súper contradictoria. Por eso, y por el nombre de la ciudad en la que se había criado, le decían “Roxímoron”. Nuestra historia no tuvo un comienzo diferente del de tantas otras. Nos conocimos una madrugada de enero, en un boliche, de vacaciones en Mar del Plata. Ella había salido con un grupo de amigas y yo, con uno de mis hermanos. Lo primero que me dijo antes de que pudiera hablarle fue que no le gustaba el mar, que prefería las montañas, y que odiaba la cursilería de sentarse en la playa a esperar el amanecer. Unas horas más tarde, sentados sobre la arena, con el sol asomando desde el fondo del mar como escenografía, nos dábamos nuestro primer beso.

El día de su partida, en la terminal, antes de subirse al colectivo, se despidió para siempre, porque no confiaba en la perdurabilidad de los amores de verano, y mucho menos en la subsistencia de las relaciones a distancia. Un año después, en el mismo boliche, celebrábamos nuestro primer aniversario.

Cuando la conocí había terminado el segundo año de odontología y ya tenía claro que no iba a ejercer, pero seguía estudiando, porque, aunque no le gustara la profesión, amaba la carrera. Era muy común que quienes la conocieran se hicieran la idea de una mujer caprichosa, presumida y extravagante, pero sería injusto decir que la explicación de su conducta dicotómica se agotaba en los rasgos de su personalidad; lo suyo tenía también un componente fisiológico que hacía que su organismo reaccionara en contra de todo lo que la apasionara. Era amante de los gatos y, entre todas las flores, prefería las fresias, y eran esos dos los únicos componentes de la flora y la fauna que le producían alergia. Recibió el diagnóstico de celiaquía cuando le faltaban dos clases para terminar su curso de repostería y panadería.

Su paso por la universidad estuvo marcado por una militancia muy activa en la que sus ideas y principios se identificaban con la izquierda más intransigente mientras que su afiliación y su trabajo eran incondicionales con la extrema derecha. Tenía la loca teoría de que cuanto más fuerte fuera el opuesto mayor sería la comunión entre los zurdos y que esa cohesión sería el germen de una revolución incontenible. Durante seis años actuó en consecuencia, como única infiltrada en una conspiración unipersonal e intrascendente, de cuya existencia sólo tenían conocimiento dos personas: ella y yo. Aún así sostenía que lo nuestro no era un noviazgo; tampoco una amistad. Era, de acuerdo a sus palabras, una relación entre dos jóvenes adultos que, por mutuo consentimiento, mantenían un vínculo amoroso, monogámico, pero sin compromisos.

Nos fuimos a vivir juntos en el octavo año de nuestro no-noviazgo. No la impulsó el deseo de convivencia, sino la necesidad de irse de la casa de sus padres, a los que no les perdonaba que la hubieran bautizado siendo una recién nacida, sin darle la posibilidad de elegir lo que de todos modos hubiera elegido, porque había tomado la comunión, se había confirmado y hasta tenía pensado casarse por Iglesia. Cuesta creerlo, pero a pesar de que teníamos una no-relación de tantos años, varios rasgos de su personalidad e infinidad de matices de su espíritu me fueron revelados recién cuando comenzamos a habitar bajo el mismo techo. Roxana solía trasnochar mirando películas. Se quedaba dormida en el sillón y a veces se despertaba menos de una hora antes de que le sonara la alarma que marcaba el inicio del día. De todos modos, y aunque no se acostara, se sacaba la ropa y se ponía el pijama para desayunar. Así de estructurada era en su absoluto desorden.

La cuestión climática parecía ser la única licencia que se tomaba su carácter contradictorio, pero sólo si se miraba el asunto de modo superficial. Si le preguntaban, a ella le encantaban el sol y la lluvia; amaba el verano y también el invierno, pero siempre desde la estación equivocada, porque en las épocas de calor extrañaba el frío, y en los tiempos de frío, clamaba por el regreso de los calores de enero. La recuerdo de pie ante la ventana, abrigada hasta la frente, con la calefacción al máximo y una taza de café descafeinado entre las manos enguantadas, repitiendo entre dientes que el primer día de sol saldría a correr desnuda por el medio de la calle.

No le gustaban los cumpleaños; aborrecía los regalos, y detestaba las sorpresas. Sospecho que parte de ese desprecio estaba justificado por el hecho de que hubiera nacido el sexagésimo día de un año bisiesto. En años ordinarios, los de trecientos sesenta y cinco días, yo le decía que su cumpleaños era una estrella fugaz que aparecía y desaparecía en el preciso instante en el que el veintiocho de febrero se convertía en primero de marzo, y la única celebración posible consistía en decirle “feliz cumpleaños” en una micromilésima de segundo. La clave estaba en pronunciar solamente las letras indispensables para que el mensaje fuera comprendido. “Felicuplá”, le decía, y ahí terminaba el tema. Con el convencimiento propio de los enamorados, que confían en el poder transformador del amor genuino, el primer año bisiesto de nuestra convivencia se me ocurrió organizar una fiesta sorpresa. Invité a su familia, a sus ex compañeros, a los pocos amigos que se había hecho como zurda que milita en la derecha y a algún pariente más. Casi nos separamos. Ese día comprendí que el amor no es definido por la pretensión de transformar al otro, sino por la capacidad de aceptarlo tal cual es. Dos años más tarde, cuando cumplió los treinta, esperé a la medianoche para decirle el tradicional “felicuplá”. Otra vez, casi nos separamos. Debí haber sabido que las restricciones cumpleañeras no tenían efecto cuando el número de velas era múltiplo de diez. Me prometí que lo tendría en cuenta cuando cumpliera cuarenta.

Mentiría si dijera que no me sacaba de quicio cada tres por cuatro, pero amaba cada una de sus contradicciones y, como un documentalista de la National Geographic, estudiaba al detalle cada uno de sus movimientos con el objetivo de comprender primero para luego ser capaz de anticiparme. Cuando tenía éxito, me entretenía viendo cómo intentaba quejarse sin encontrar un motivo. El día en el que sentí que dominaba a la perfección el arte de desatar los nudos de su temperamento, ese día le propuse matrimonio. Lo hice sin demasiada pompa, mientras desayunábamos cereales y yogur, porque entendí que era el contexto adecuado. No volvimos a vernos. En la puerta de la que hasta hacía unos pocos segundos había sido nuestra casa, con un bolso colgado del hombro, una valija con rueditas sujeta por una de sus manos y los ojos inmersos en un mar de lágrimas, me juró amor eterno y se fue para siempre, de regreso a Morón, a la casa de sus padres.

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