Viento


 

Era tan pero tan soplón que le decíamos “Viento”. Tenía un instinto refinado para la delación; una habilidad innata que lo hacía capaz de adaptar, sin demasiado esfuerzo, su discurso a las preferencias del interlocutor de turno. Si la tía Raquel era aficionada al chusmerío, ahí estaba él condenando con el chisme a sus primos mayores; si la vecina de enfrente quería estar informada acerca de lo que sucedía en su casa cada vez que salía al trabajo, pero no estaba dispuesta a menoscabar su imagen de mujer independiente haciendo averiguaciones que eran hijas de la inseguridad, él provocaba un encuentro “casual” y, con total desenfado, hablando así como quien no quiere la cosa, la ponía al corriente de todo lo que había ocurrido en su ausencia calzándole un disfraz de pregunta a las más sórdidas acusaciones: “¿adónde fue el Martín con el auto?”, “¿quién era esa señora que vino ayer a la tarde?”; si a la maestra de sexto grado la obsesionaba la idea de que alguien se copiara durante sus pruebas escritas, él hacía alarde de haber estudiado, se sentaba cerca de los que nunca lo hacían y, con la misma sutileza con la que los invitaba a copiarse, los ponía en evidencia. Este Judas discreto no acostumbraba besar a sus víctimas. Le bastaban un ligero carraspeo, la caída de un lápiz o el crujido de una hoja para cumplir su cometido sin por ello romper relaciones con Dios o con el Diablo.

Recuerdo alguna vez haberlo interpelado con firmeza, casi por curiosidad, nada más que para saber cómo justificaba sus miserias. En aquel momento me sonó a gastada la respuesta que años más tarde cobraría su verdadero sentido. “No lo controlo”, me dijo. Hablaba en el tono en el que se confiesan los pecados. “Cuando se presenta la oportunidad de delatar a alguien me pasa algo especial: es como un cosquilleo que sube por el cuerpo… No sé cómo explicarte. Durante mucho tiempo lo sufrí como el peor de los defectos, un impulso maldito que me esforzaba por reprimir, pero ¿qué sentido tiene? Si es más fuerte que yo, y sale de todos modos. Con el correr del tiempo comprendí que cada uno tiene lo que le toca, y a mí me tocó esto. Entonces, ¿qué sentido tendría sufrir o resistirme cuando puedo aceptarlo y ser feliz?”.

Si fue feliz en el proceso, no me atrevería a afirmarlo, pero hay que reconocer, sin por eso dejar de cuestionar la bajeza de sus métodos, que Viento era un alcahuete de vocación, y que, con talento y esfuerzo, supo hacer de la vocación una dudosa virtud; de la virtud un oficio, y del oficio un arte. El primer día en el colegio secundario se acercó al que intuyó como el más influyente de la clase. El suyo no era un rol parasitario, ni mucho menos. Daba más de lo que recibía, y gracias a la información que le brindaba, la popularidad de su compañero creció a tal punto que pronto atrajo la atención de los más grandes. Fue entonces cuando Viento, sin ningún atisbo de remordimiento, lo traicionó vilmente para ganarse el favor de un estudiante dos años mayor. Hasta el día del egreso, ese sería su modus operandi: se acercaba al pez más grande de la pecera, hacía uso de sus ardides y artimañas para llevarlo a una pecera más grande y se lo entregaba, a modo de ofrenda, al pez más grande de la nueva pecera.

Fue haciendo política en la universidad cuando cayó en la cuenta de que él era el valor constante. Operando en las sombras, desde el anonimato, era capaz de sobrevivir a cualquier escándalo, porque el que siempre saltaba era el fusible de quien fuera que estuviera por encima de él. A veces por conveniencia, otras veces por puro entretenimiento, elegía a quién regalarle la ilusión de poder, y llegado el momento se sacaba al muñeco de encima con la naturalidad con la que una vaca espanta a una mosca con su cola.

Porque había estudiado el ascenso y ocaso de los mafiosos más ilustres de la historia moderna, sabía que la clave de un éxito perdurable dependería de su capacidad para contener la ambición y reprimir el afán de protagonismo. Sobre el lema de ser invisible construyó poder y escaló posiciones en el sindicato más importante del país hasta que se convirtió en la mano derecha del capo. Su influencia era tan grande que ya no necesitaba moverse para estar enterado. Todo pasaba por él; todos le rendían cuentas, y de todo era informado. En condiciones normales, aquel habría sido el trampolín que lo hubiera impulsado hacia el centro de la escena nacional, donde probablemente también hubiera destacado por su incesante capacidad de nunca destacarse. Tejiendo alianzas para el gobernante de turno en los sótanos del poder; a cargo de la inteligencia y el espionaje; traccionando votos en el congreso, o como vicepresidente de un político tan carismático como influenciable… Vaya uno a saber qué le hubiera deparado el destino si no hubiera subestimado la tercera causa por la que solía precipitarse el final de los tipos pesados. Como tantos otros miembros destacados del salón de la fama de las malas costumbres, Viento cometió el descuido de enamorarse de la mujer equivocada.

Para nadie era un secreto, y mucho menos para él, que su jefe mantenía una relación con la tesorera del sindicato… o que había puesto a su amante a cargo de la tesorería de la organización. Para el caso era lo mismo: el orden de los factores no alteraba el producto y, sin importar las condiciones, cualquier vínculo sentimental con aquella mujer le valdría al audaz la pena más severa. El capo era un tipo casado, es cierto, tan cierto como que no sentía la necesidad de andar disimulando. Prueba de ello era su costumbre de incluir a su amante en todos y cada uno de sus viajes, aun en aquellos en los que lo acompañaba su familia, aunque nada tuvieran que ver con cuestiones de trabajo. Viento también formaba parte de la comitiva permanente. El jefe quería tenerlo a mano en todo momento y él quería estar siempre. Con tanto oportunista al acecho, sabía que ese era el modo más eficaz de proteger sus intereses.

Lo que siguió no le resultará original a ningún aficionado al cine más ordinario. Con Viento y la tesorera sucedió lo que suele suceder con dos jóvenes que se descubren compatibles y comparten tiempo y aficiones: se enamoraron perdidamente, y se dejaron arrastrar por la pasión sin medir las consecuencias. Unos meses más tarde el capo comenzó a sospechar; no sospechaba de él, pero sí de ella, y, como era de esperarse, acudió a su mano derecha.

—¿Qué dice, jefe? ¿Se volvió loco? —preguntó Viento procurando disfrazar de asombro sus gestos de desesperación.

—Te digo que me está engañando. Quiero saber con quién.

—Quédese tranquilo, que si es cierto, voy a descubrir al responsable.

—¡Tranquilo una mierda! Me engaña. Es un hecho. Hacé lo tuyo y averiguame quién es el hijo de puta. En esta no me podés fallar.

Tomaron distancia esperando que el capo olvidara el asunto. Pero era imposible; ambos lo sabían. La obsesión del jefe crecía en la misma medida en la que la reputación de Viento, hasta entonces incuestionable, comenzaba a cotizar a la baja. Si no era capaz de identificar al culpable, todos —incluido él— serían tratados como sospechosos.

El deseo de tener un encuentro con la tesorera no le permitía pensar con claridad. Tampoco ayudaba el hecho de verla constantemente. Sabía que si entregaba a un perejil el pobre infeliz sería asesinado antes de que pudiera presentar una coartada, pero no lo detenía la posibilidad de que un inocente perdiera la vida como consecuencia de una mentira suya. Sus escrúpulos respondían a otro tipo de estímulos: no iba a permitirse arruinar su trayectoria de soplón intachable dando una información falsa con el único objeto de salvar su pellejo.

Quiso el destino que el caso me fuera asignado a mí, su compañero de primaria. Concluí la investigación con una idea precisa de lo sucedido, pero sin haber reunido los elementos suficientes como para probarlo. En mi defensa puedo decir que me negaron los recursos y me faltó tiempo, pero a grandes rasgos la historia se desarrolló de la siguiente manera: seis meses después de que el capo hubiera comenzado a sospechar, Viento no pudo resistirse y arregló un encuentro con la tesorera en un departamento que consiguió a través de un hombre de confianza, esos que no hacen preguntas y a los que tampoco hay que darles demasiadas explicaciones. Se suponía que nadie, a excepción de ellos dos, sabría del encuentro, y sin embargo alguien los delató. Entre las pruebas del caso hay una que destaca por sobre las demás: una carta anónima y manuscrita que le hicieron llegar al capo esa misma mañana. El autor de esas líneas describe con lujo de detalles la cronología de la traición consumada por su amante y su mano derecha, desde la primera vez que lo habían engañado hasta aquella última que estaba sucediendo mientras el jefe, lleno de furia e indignación, leía aquellas palabras. A Viento y a la tesorera nadie volvería a verlos.

Presiones e influencias hicieron que el caso fuera cerrado como una simple desaparición. Durante un tiempo me ilusioné con la idea de que se hubieran fugado y que estuvieran viviendo una luna de miel eterna en una isla paradisíaca, pero todos sabemos que no es así como funciona el mundo. A medida que avanzaba con mis averiguaciones iba cobrando fuerza la impresión de lo que hoy es una certeza: ninguno de los dos debe haber sobrevivido. Eso lo tengo claro; tan claro como que, aun teniendo todas las pruebas del mundo, hubiera sido imposible incriminar al capo. Siempre fui consciente de que no tenía sentido seguir dándole vueltas al asunto, pero la carta me desvelaba. Por alguna razón, necesitaba saber quién era el responsable de que Viento hubiera caído por el peso de su propia ley; quién había delatado al mayor delator que jamás haya existido. Hace dos semanas tuve una corazonada y volví a leerla sin saber qué era exactamente lo que estaba buscando. Fue durante esa lectura cuando me invadió el recuerdo de la charla que habíamos tenido en nuestra infancia. “No lo controlo”, me había dicho. Entonces todo cobró sentido. No me hizo falta recurrir a una prueba caligráfica para comprender que no había sido el deseo por reencontrarse con la mujer amada lo que había condenado a Viento; a Viento lo había condenado el cosquilleo que sube por el cuerpo, esa necesidad incontenible de delatar a alguien cada vez que se presentara la oportunidad, aunque ese alguien fuera el mismo Viento, y aunque la vida se le fuera en ello.

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2 comentarios en “Viento”

  1. Hola . Me gustó “El soplón”.No estaba acostumbrada a un texto oral y me pareció interesante en esta época de tanta pantalla. El personaje principal está muy bien caracterizado y el final del cuento es sorpresivo.Escuchare o leeré los restantes..Saludo

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