Un llamador de ángeles empieza a agitarse levemente; la mujer levanta los ojos, lo nota y sale rápidamente impulsada hacia el patio a recoger a los niños y entrarlos en la casa. Cierra las puertas, traba las ventanas; comienza a tapiar cualquier abertura al exterior. A unos pocos metros de distancia, todavía en la oficina, su pareja hace lo propio. Lo mismo sucede en todo el pueblo de Longoria, cada vez que sopla el viento de marzo que viene desde el este. Al principio me parecía un delirio, el típico misticismo de los pueblos de provincia. Pero luego de lo vivido esta mañana tuve que reconocerlo: en Longoria el viento de marzo enloquece a las personas.
Llegué a este pueblo hace dos noches; el viaje desde San Fernando, la capital, fue malo. Calor, sequía, arena y ventisca; no me gusta esta zona del país. Es la primera vez que me envían a cubrir una nota de fenómenos. Ramírez, que solía encargarse de estos temas, enviudó y pidió licencia. Así que una vez en el pueblo, lo primero que hice ayer por la mañana fue ducharme, comer algo y salir a caminar para conocer bien la ciudad (no hay nada que ver, fue mi conclusión luego, excepto la Sierra Azul, que tiene algunos recodos verdes y bellos).
Tuve mis primeras conversaciones con los pobladores: gente amena, amable; cuando se les pregunta por el mito del viento solano de Longoria se muestran preocupados. La historia común que cuentan es que hay días de marzo durante los cuales el viento sopla calmo, como una suave brisa que emite un silbido imperceptible capaz de enloquecer a quien sorprenda en la intemperie, a merced de los elementos. Dicen que quien es envuelto por ese viento se embrutece y pierde la conciencia de sí mismo. Seis, siete hombres, mujeres y ancianos me contaron distintas versiones de la misma historia. Anoche me senté frente al computador y comencé a escribir las leyendas de esta fuerza perversa. Lo hice sin despojarme de mi tono capitalino; no eran más que fábulas para mí. Un obrero está a punto de ingresar a una pequeña fábrica de guantes cuando lo alcanza el Wayra (así lo llaman). Dicen que antes de suicidarse mató a sus compañeros con una tenaza. Una madre sale de compras. El viento sopla de golpe, sin anunciarse, aquella mañana de marzo. Al regresar a su casa ahoga a su hijo pequeño y se quita la vida.
En general, caer bajo su influjo es una sentencia de muerte: el Wayra no es propenso a dejar sobrevivientes. Esta regla, dicen, es confirmada por dos únicas excepciones. Ambos están internados en el manicomio de La Merced, el pueblo más cercano. Lamentablemente no abunda la información al respecto. Uno, el ingeniero Ariel Román Grey, no habla de aquel episodio de hace cinco años y el otro, Ángel Martínez, padece, entre otros desvaríos, la compulsión por morderse a sí mismo, o a cualquiera que se le acerque, hasta el punto de desgarrar con sus dientes los pedazos de carne.
Del Wayra sabemos que ya los diaguitas (que le dieron el nombre) lo conocían; algunos dibujos en piedras en la zona muestran indicios de esto. En la época de la colonia, hay dos casos documentados: un capellán que se arrojó desde una piedra en la Sierra Azul y la pelea brutal, entre gauchos, de 1767: una paisanada hacía sus labores cuando el solano los atravesó en el campo. Murieron doce hombres en la rencilla; a los sobrevivientes se les preguntó qué había desatado semejante bataola. No supieron decir un porqué.
Ya para el 1800 todo el mundo estaba advertido de la conveniencia de evitar el viento de Longoria. Las madres enseñan a sus chicos que en esta época del año hay que estar muy atentos a los llamadores de ángeles, las rosas de los vientos, los molinos y cualquier otro artefacto que ayude a detectar el inicio de la ventisca. Políticos y empresarios toman recaudos: construyen garitas cada ciertos metros por si un ciudadano o trabajador necesita guarecerse de improvisto en su caminar. Los pobladores tienen casas herméticas y oscuras para no pasar riesgos en esta época del año. A los visitantes y viajeros se les explica pacientemente, como hicieron conmigo, y se los instruye en materia de prevención.
Debo reconocer que no cumplí con las indicaciones. Como dije, mi percepción capitalina de las cosas me hace suponer que todo esto es un delirio. Jamás una nota me había resultado tan fácil de escribir; con todo lo que tenía avanzado de anoche quise terminarla pronto, hoy, para volver cuanto antes a mi ciudad, donde la gente no es ignorante y supersticiosa. Salí rumbo a la intendencia a cerrar mis entrevistas pendientes y cuando estaba entrando se levantó viento, mucho viento. No había nadie en la plaza ni en las calles; me apuré a entrar porque la arena me entraba en los ojos y eso me fastidia; me pone de muy mal humor, tanto como cuando alguien me mira con esa mezcla de desdén y extrañeza con la que me miraban todos en la intendencia esta mañana.
Entonces fue que decidí matarlos a todos, a golpes, porque lo merecían. Fue así como comprobé que el Wayra es real y que yo soy un cobarde.
Acabo de leer Wayra!!!!
Wow! Re wow 🥰