Zurdito


Siempre me cayeron mal los zurdos. No los zurdos de pensamiento. En realidad sí, pero ese desprecio es una consecuencia del desprecio original. Si las ideas que se atribuyen a los zurdos fueran nominadas como de derecha, seguiría identificándome con la derecha. En cuestiones de ideología, mi posición no es definida por el contenido, sino por el lado que indica el nombre.

Mi desprecio hacia lo zurdo es de naturaleza anatómica. Odio a todo aquel que escriba con la mano izquierda, que patee con el pie izquierdo, que guiñe el ojo izquierdo… Valoro los cuchillos por sobre los tenedores; los acompañantes por sobre los conductores. Hasta inicié las gestiones para comprar un auto inglés. Imposible. Los costos de importación son altísimos y rechacé el “ofrecimiento” de entrarlo por “izquierda”. “Por derecha o nada” les respondí. No es que sea un moralista, pero traerlo por izquierda para no manejar por ese lado hubiera sido un contrasentido. De todos modos, manejar desde la derecha no es legal en este país de zurdos.

Este extremismo me ha valido alguna que otra frustración; más de un desencuentro; innumerables disgustos. Fui cesado de la carrera de Derecho a falta de dos materias para recibirme tras un incidente en la cursada de filosofía del derecho que fue calificado como “de suma gravedad”. Prefiero no entrar en detalles, pero intuí que la cosa no iba a terminar bien cuando en la primera clase el docente, un tal Guido lo Zurdo, escribió su nombre en el pizarrón.

Mis relaciones amorosas siempre estuvieron atravesadas por la confrontación y el conflicto, y las veces en las que llegué a convivir (tan pocas que podrían ser contadas con los dedos de la mano derecha), el dilema insalvable del lado de la cama que cada uno debía ocupar terminaba por convertir la convivencia en un trance insoportable. La cuestión es que cuando me tocaba dormir del lado izquierdo me sentía un ser miserable; y cuando acordábamos que dormiría del lado derecho, terminaba sintiendo desprecio por la zurda que dormía a mi lado. Cualquier alternativa no hacía más que posarse como una lupa sobre lo que mis parejas, con alguna excepción, consideraban un defecto exclusivamente mío. La última, pobrecita, tan paciente, accedió a todas y cada una de mis peticiones: dormimos uno encima del otro; nos acostamos en sentido opuesto, pies con cabeza, de modo de ambos conservar la derecha; durante más de un mes, pusimos el despertador a las tres de la mañana para cambiar de lugar a mitad de la noche, hasta que encontramos la salvación en forma de cama cucheta. No presenté objeciones cuando pidió la de abajo.

No mucho tiempo después de haber superado aquella crisis de alcoba, descubrí que no la amaba. Había estado tan concentrado en encontrarle una salida a ese problema irresoluble, que no había tenido tiempo para revisar mis sentimientos. No se lo tomó del todo bien. Su paciencia se esfumó de golpe y, como si llevara meses conteniéndose, soltó todo lo que había callado. No me hirieron los gritos y los insultos. Un poco de razón tenía. Se lo reconocí. Lo que me haría daño, un daño irreparable, sería la frase con la que se despidió. Lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer. Yo estaba sentado en la cucheta de arriba, ella acababa de salir. Bajé de un salto en el preciso instante en el que ella volvió a abrir la puerta. Asomando la cabeza, sin entrar, con una calma nacida del placer por lo perverso, me miró a los ojos y pronunció la frase que todavía me atormenta:

“Cuando entres al baño, fijate que hay un zurdo al otro lado del espejo”.

Es cierto. En el baño hay un espejo, y al otro lado del espejo, un zurdo hecho y… izquierdo. Pasé un mes sin encender la luz. Para contrarrestar la claridad del día, cerraba los ojos antes de entrar y no los abría hasta no haber cerrado la puerta desde adentro. Dicen que mi aspecto era el de un loco y el olor que despedía, el de un vagabundo. Esa fue la razón por la que en el trabajo me advirtieron; volvieron a advertirme, y me suspendieron. Dos días de castigo tras los cuales me tomé vacaciones, tras las cuales solicité una licencia sin goce de sueldo. Durante todo ese tiempo no salí de casa más que para comprar lo esencial: alimentos y alguna otra cosa. Iba al chino de acá a la vuelta en horarios poco concurridos, o al kiosco de enfrente en plena madrugada.

Pensé en mudarme. Claro que la idea me pasó por la cabeza: irme a otro lugar libre de zurdos en el espejo. Pero para una mudanza se necesita una torta de plata. La rescisión de este contrato, el depósito del nuevo, la comisión, el flete… Y para juntar una torta de plata necesitaba cobrar un sueldo. Y para cobrar un sueldo era indispensable que regresara al trabajo. Y para regresar al trabajo debía lucir presentable. Y para lucir presentable no tenía más remedio que entenderme con el zurdo; debía, cuando menos, ser capaz de mirarlo a los ojos durante los cinco minutos que me lleva cepillarme los dientes y peinarme.

Las primeras veces no encendí la luz, pero dejé la puerta apenas entornada. Así, entre penumbras, fui habituándome a su presencia; hice de tripas corazón y comencé a estudiar sus movimientos. No fue una experiencia agradable, pero me sobrepuse al asco y a las náuseas que me producía verlo apretar el dentífrico con la mano izquierda, pasar el cepillo a esa misma mano y moverlo, casi como una provocación, hacia arriba, hacia abajo, hacia adentro, hacia afuera… Me enfermaba la tranquilidad con la que, impunemente, empuñando el peine con la zurda, dibujaba una raya perfecta en el costado izquierdo de su cabellera.

Sin desaparecer ni menguar, la repulsión que me producía fue absorbida por la obsesión por comprender su conducta. Lo estudié con tanto nivel de detalle que a las dos semanas me creía capaz de anticiparme a cada uno de sus movimientos. Sabía, por citar un ejemplo, que cada vez que entrecerraba el ojo izquierdo y torcía el extremo izquierdo de la boca, a los pocos segundos, con la mano izquierda, se rascaría el costado izquierdo de la cabeza. Para mí era evidente que cuanto más zurdo es un zurdo más predecible se vuelve. Este zurdo, sin embargo, una tarde cualquiera, vaya uno a saber si como un acto reflejo o por efecto contagio, levantó la mano derecha y, pinzando el lóbulo de su oreja derecha con el índice y el pulgar, dio uno, dos y hasta tres tirones suaves. En seguida bajó la mano y su rostro se llenó de rubor. Por consideración, me hice el distraído, pero estoy seguro de que se sintió expuesto. El incidente fue una revelación y dejó al descubierto el talón de Aquiles de mi adversario. Al día siguiente puse en marcha el plan para convertirlo.

Descubrí que cada vez que activo mi costado izquierdo, el zurdito me imita pero con la mitad derecha. No quise apurarlo, porque comprendí que, cuando se trata con zurdos, es mejor si se los lleva de a poco, y si un día levantaba mi mano inútil para rascarme la nariz, al día siguiente sacudía el hombro o me restregaba el ojo, y al siguiente, con la yema del índice, me peinaba la ceja. No fallaba. Invariablemente, el zurdo respondía repitiendo mis acciones con su lado derecho. Al principio sus movimientos eran torpes. Entendí que en tiempos de guerra hay principios que deben ser suspendidos y convicciones que deben ser traicionadas. Con el objetivo de que los movimientos fueran cada vez más armoniosos y naturales, comencé a ejercitarme fuera del baño, cuando el zurdo no podía verme. Durante los días siguientes me valí del esfuerzo exclusivo de mi mano izquierda para untar manteca en las tostadas del desayuno, ponerme las medias, darle cuerda al reloj, atar los cordones de mis zapatillas… Configuré el mouse de mi computadora de modo que el botón izquierdo volviera a ser el principal y, no conforme con eso, me obligué a manipularlo con la zurda. Hice veinte series de cincuenta doble clicks tres veces por día durante una semana.

El sacrificio rindió sus frutos. Acabo de salir del baño. Esta mañana, por primera vez desde el fatídico día en el que supe de su existencia, el zurdo al otro lado del espejo completó su rutina con el brazo izquierdo caído a un costado del cuerpo mientras su mano derecha empuñaba el peine, apretaba el dentífrico, sujetaba y movía el cepillo de dientes: hacia arriba, hacia abajo, hacia adentro, hacia afuera. Con una nube de espuma saliendo de su boca, me observaba con cierta satisfacción, sin poder disimular una media sonrisa bobalicona, como si creyera —pobrecito mi zurdito ingenuo— que él era el zurdo conversor y yo el derecho arrepentido.

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